Cansancio. O quizá hartazgo. Indignación por las libertades coartadas y miedo por la incertidumbre económica. Tristeza por las pérdidas y depresión por las ausencias. Incredulidad y desconfianza por tanta mentira institucionalizada. Y rabia, mucha rabia… Son sentimientos que cualquier ciudadano puede estar experimentando en estos momentos aun sin haberse contagiado por el SARS-CoV2. Porque si ha contraído la enfermedad, además de sus terribles consecuencias, tendrá que afrontar otra realidad: la de ser un peligro para sus allegados, o un número en las manipuladas estadísticas, o un paciente más que colapsa el sistema sanitario, o un ser descartable si supera la edad para acceder a un disputado respirador o a una cama de la UCI.
Todo lo que surgió en el segundo trimestre del año estuvo protagonizado por acciones solidarias, por gestos generosos que ayudaron a muchos a no sentirse aislados o enclaustrados en su domicilio. Una situación, tan extraña como insospechada, vino a instalarse de golpe en nuestras vidas, haciendo que mirásemos la realidad a través de un tamiz de esperanza y “común unión” emocional como respuesta a la exigencia de un sacrifico nacional que iba a durar unas pocas semanas. Pero la ansiada “desescalada” y vuelta a la “nueva normalidad” trajeron consigo el espejismo de la recuperación y de la “victoria sobre el virus” que, con la segunda ola de contagios y con el aderezo de una administración desorientada y unos representantes políticos suscritos a la falsedad, se ha transformado en frustración y desconfianza.
Dos sentimientos que añaden más fatiga a los ciudadanos, muy tocados ya de por sí por la deriva económica que está tomando el país, por el doloroso crecimiento del desempleo y la caída vertiginosa del PIB; pero, sobre todo, por la falta de empatía y solidaridad de sus gobernantes. Quienes, lejos de mostrarse cautos y austeros, ejercen sus “libertades” incumpliendo las normas que han dictado y generan gastos millonarios innecesarios e inútiles que no ayudan a la recuperación de la maltrecha economía. Por ello, no es de extrañar que surjan conductas individualistas y rebeldes entre quienes ven en el negacionismo una puerta para liberar su desafección de un sistema cada vez más egoísta y manipulador a golpe de decreto de alarma y de distanciamiento social forzado.
Psicólogos, sociólogos y antropólogos están advirtiendo de los cambios de conducta, de personalidad y de salud mental que se están produciendo en los ciudadanos como consecuencia de un dilatado periodo de incredulidad ante las nomas y de desmotivación social por el incumplimiento de sus expectativas. Los esfuerzos individuales tienen el alcance del compromiso personal contraído con uno mismo para lograr un objetivo, pero cuando se pide un esfuerzo colectivo cuyas repercusiones no se corresponden con lo que cada uno apuesta, se produce una quiebra de la voluntad personal, que termina por amplificarse y convertirse en un problema de fracaso social de difícil restitución, máxime cuando se observa que otros países aplican medidas sencillas, prevención eficaz y transparencia en la gestión.
El incentivo moral de “nadie va a quedar atrás”, “este virus lo paramos entre todos”, “de esta crisis saldremos más fuertes”…, resultó ser parte de una narrativa vacía, de un relato panfletario que nadie cree porque, de su aceptación durante tres meses, la resultante ha sido que muchas personas han perdido sus trabajos y cerrado sus negocios, la curva de contagios se ha descontrolado y una gran parte de la sociedad se siente debilitada y vulnerable; mientras tanto, en el otro extremo, el gobierno sube el sueldo a los funcionarios públicos (medida electoralista e innecesaria para compensar una teórica subida de la inflación que no se va a producir en 2021) y crea el discurso de aplicar medidas más restrictivas (más sacrificios) señalando la responsabilidad del mal comportamiento de la sociedad.
Culpa y miedo son armas sociopolíticas con las que justificar un “castigo preventivo” generalizado y administrado con la excusa del bien común. Se nos pide, como Circe a Ulises, taparnos los oídos y remar con esfuerzo para llevar el barco a buen puerto mientras el capitán, maniatado, disfruta del canto de las sirenas. Metáfora ésta usada en economía conductual para ilustrar la denominada ignorancia racional (A. Downs), o cómo hacer que los ciudadanos consideren que el coste de obtener información para tomar una decisión no supere los beneficios de tomarla. Es decir, mejor pongámonos cera en los oídos porque el viaje será largo.
Al menos tan largo como el año 46 a.C., que duró 2 meses y 23 días más por la decisión de Julio César de adaptar el calendario egipcio al llamado juliano, añadiendo un día más a los años bisiestos. Fue aquél un año de casi quince meses. Se le recuerda como el “annus confusionis”, el año de la confusión.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena