Una de las herramientas clave que usamos en marketing es la información, ese bien otrora escaso y codiciado que hoy fluye en tromba, a menudo sin brújula ni finalidad objetiva. En un escenario de simulada transparencia, las costuras de nuestro sistema socioeconómico y político se deshilachan a una velocidad vertiginosa, revelando una trama compleja donde las decisiones que marcan nuestro futuro parecen orquestadas por fuerzas que trascienden la voluntad ciudadana. A la vista de los hechos recientes más dramáticos (volcán, dana, aranceles, apagón, corrupción…), pareciera que nos adentramos en un territorio incierto de narrativa ocurrente donde no solo la economía está en juego, sino la esencia misma de nuestra libertad y, de forma alarmante, la supervivencia de nuestras democracias.
Observamos con perplejidad cómo las directrices emanan de esferas de poder, visibles e invisibles, que moldean el tablero de juego a su conveniencia. No se trata de teorías conspirativas, sino la constatación de cómo grandes lobbies, intereses financieros globales y élites tecnocráticas influyen decisivamente en las políticas que se nos presentan como imperativas para el bien común. La reciente y a menudo errática política energética de la Unión Europea, con su deriva “renovable” en España, es paradigmática. Bajo la bandera de la sostenibilidad (objetivos loables en teoría) se implementan medidas que, en la práctica, condicionan los recursos de ciudadanos y empresas, imponen costes elevados y, paradójicamente, nos hacen más vulnerables en términos de suministro y autonomía (recordemos el 28 de abril) y de gasto doméstico.
La gestión de los recursos naturales, pilar de cualquier civilización, se ha convertido en un campo de batalla donde la conservación choca con la voracidad extractiva disfrazada de progreso verde. Se nos pide apretarnos el cinturón, reducir nuestro consumo y aceptar restricciones en nombre de un futuro incierto, mientras las grandes corporaciones adaptan el discurso a sus intereses, perpetuando un modelo que, en esencia, continúa esquilmando el planeta, si bien con una pátina de ecologismo equilibrado.
Lo más preocupante de esta deriva es la erosión contante, aunque sutil, de nuestras libertades individuales. Vivimos en democracias parlamentarias, sí, con la parafernalia de las elecciones y los ¿debates? públicos. Sin embargo, la capacidad real del ciudadano para influir en las decisiones fundamentales parece expropiada. Las agendas vienen dadas, preconfiguradas por expertos alejados de la realidad. Se legisla a golpe de directiva europea y real decreto nacional, incomprensibles para el ciudadano medio, que percibe cómo su margen de acción se diluye en una tormenta de normativas e impuestos.
El peligro para la democracia no reside solo en la imposición de políticas restrictivas, sino en la intersección entre las narrativas manipuladoras, el creciente desapego ciudadano y la irrupción descontrolada de la inteligencia artificial en el espacio digital. Desde la economía conductual, observamos cómo políticos y quienes los impulsan se han vuelto expertos en diseñar entornos para condicionar el comportamiento ciudadano, no para empoderarlo, explotando los atajos mentales y sesgos cognitivos. Las narrativas políticas ya no buscan persuadir con argumentos, sino explotar nuestras emociones y prejuicios. Se apela al miedo para justificar limitaciones, se simplifican problemas complejos en eslóganes pegadizos que activan nuestro sesgo de confirmación, y se utilizan marcos (framing) interesados para presentar las opciones de modo que solo una parezca aceptable, justificando incluso lo improcedente.
Este bombardeo de mensajes sesgados, a menudo contradictorios, genera fatiga informativa y alimenta el desapego ciudadano. ¿Para qué intentar comprender una realidad política distorsionada en la que mi opinión no pesa? Esta impotencia conduce a la «ignorancia racional«: el coste de estar informado y participar activamente supera el beneficio percibido, optando muchos por la apatía. Se refuerza así la desconexión entre el ciudadano y la realidad política, abriendo la puerta a la manipulación.
La inteligencia artificial, lejos de ser neutral, actúa como acelerador de este proceso. En redes sociales, los algoritmos no solo personalizan el contenido, sino que priorizan las narrativas que generan mayor polarización, con más carga emocional. La IA permite microsegmentar audiencias, reforzando sesgos individuales y creando burbujas informativas (cámaras de eco) donde el algoritmo determina lo que queremos leer. Esto impide el debate racional y la confrontación de ideas, facilitando la propagación de desinformación a una escala sin precedentes. La IA puede simular opiniones, generar consensos ficticios y manipular percepciones de la realidad social y política, explotando nuestra tendencia a seguir a la mayoría (prueba social) o reaccionar ante lo novedoso.
En este caldo de cultivo, la toma de decisiones informada y la participación ciudadana, pilares de una democracia sana, se ven comprometidas. Las personas, desinformadas, desmotivadas y acurrucadas bajo paraguas algorítmicos, somos incapaces de ejercer un control efectivo sobre los poderes fácticos ni resistir las políticas que merman nuestras libertades.
Estamos, quizás, en las postrimerías de una era en la que la prosperidad y la libertad individual, aunque imperfectas, son tangibles. La confluencia de intereses económicos globales, agendas políticas transnacionales, una gestión de recursos que prioriza el control sobre la autonomía y la sofisticada manipulación de la opinión pública a través de narrativas y tecnología nos aboca a un futuro incierto. Un futuro donde el «pero sin el pueblo» podría marcar la derrota de las democracias, debilitadas por la erosión interna, la apatía inducida y la realidad sintética que mina la participación ciudadana.
Es imperativo despertar de la complacencia, cuestionar las narrativas oficiales, exigir transparencia y reclamar nuestra capacidad de decisión, siendo conscientes de cómo nuestros propios sesgos pueden ser explotados. De lo contrario, podríamos encontrarnos, más pronto que tarde, atrapados en un punto de no retorno, donde la libertad sea solo el eco de un pasado reciente, la democracia una cáscara vacía, y el futuro un paisaje desolado, marcado por las cicatrices del duelo que libramos, sin saberlo, contra nosotros mismos y contra los pilares de nuestra convivencia democrática.
José Manuel Navarro Llena.
@jmnllena
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