J.D. es astrofísico. Como todos los científicos, es tan cauto en los juicios que realiza sobre la observación del universo como prudente en la calificación de personas o eventos hasta tener la suficiente información. Documentarse e investigar son hábitos que le permiten adoptar un posicionamiento intelectual claro ante cualquier evento.
Días atrás me comentó que se siente defraudado, perdido y casi deprimido por la deriva que está teniendo nuestro país, tanto a nivel político como social. No comprende cómo puede haber ciudadanos que no paguen sus impuestos, que defrauden al erario, que no contribuyan solidariamente al sostenimiento de la sociedad. Tampoco entiende que los que gobiernan se comporten igual.
De procedencia británica y formación alemana, llegó a España hace tres décadas. Cuando el país estaba creciendo con la solidez de un castillo de arena, con la indulgencia alimentada por el espejismo de una economía imparable. Se ciñó el cinturón cuando otros se estaban haciendo ricos o gastando dinero público a raudales, favoreciendo una burbuja que tenía los días contados. Entonces creía que las circunstancias eran accidentales. Los errores son patrimonio de las personas, pensaba. Hasta que se volvieron colectivos y, más preocupante, sistémicos.
Hubo un tiempo en el que los principios (ética) y la forma de comportarse (moral) eran valores que se anteponían a toda forma de proceder, que conformaban el substrato que permitía mantener la cohesión social y salvaguardar las relaciones entre ciudadanos, empresas y administraciones. Las excepciones eran señaladas y juzgadas por las leyes que definían el código de conducta que salvaguardaba el contrato social por todos aceptado.
Pero aquel tiempo terminó cuando el objetivo de la economía pasó de equilibrar la riqueza de los ciudadanos a sustentar el crecimiento desmesurado e indecente de unas élites a costa del empobrecimiento de la mayoría. A las ricas oligarquías se sumaron las nuevas clases políticas que solo buscaron su beneficio particular apropiándose de fondos públicos o desviando estos hacia amigos, socios y familiares en un ejercicio de malabarismo presupuestario a la luz de la bonanza económica y la alegría del despilfarro.
Luego vino una sucesión de crisis: económica, financiera y de confianza. Culpables fuimos todos, como colectivo espectador de quienes participaron o quisieron participar directa e indirectamente de una época de excesos. El responsable, decían, fue el capitalismo salvaje que se había impuesto globalmente. Capitalismo en el que el orden económico y el orden moral caminaban por diferentes sendas. La separación entre las acciones y la interpretación de éstas fue realizada con quirúrgica precisión por quienes crearon la nueva narrativa dirigida a maquillar los acontecimientos. Así, poco a poco, se partió de la exoneración de responsabilidades en el dispendio de los presupuestos públicos hasta llegar hoy a justificar indultos, aliviar la malversación o promocionar el olvido como mantra utilitarista.
De pronto, la ética y la moral colectivas fueron expropiadas. Pasaron de ser los elementos definidores de la sociedad a ser patrimonio de los gobernantes. De unos pocos empeñados en un propósito estrictamente personal y cortoplacista. Con espíritu animal, la secta política impuso sus dominios: transformando el bien común en la acumulación de poder y dinero; apropiándose de la soberanía y despreciando la delegación temporal que de ella les hace el pueblo; privilegiando la posición de los fuertes sobre los débiles; señalando al adversario y creando etiquetas para conseguir el enfrentamiento entre colectivos; generalizando y normalizando la mentira, magnificando la verosimilitud para evitar el pudor cuando se falta a la verdad; imponiendo el cinismo como recurso dialéctico sobre la argumentación coherente y veraz. Han hecho del progresismo una falacia narrativa ilustrada en la propaganda más rancia y eficiente del aparato nazi ideada por Goebbels, cuyos principios están aplicando al pie de la letra con la soberbia de quien piensa y actúa con impunidad.
La democracia, frágil en su nacimiento, pero consistente en sus primeros años de ejercicio, se ha atomizado a lo largo de las últimas dos décadas, poco a poco, mutando en una democracia de clanes y sus alianzas. “Para que todo eso fuera posible hizo falta que se juntaran la quiebra de la legalidad, la ambición de control político y la codicia —pero también la suspensión del espíritu crítico inducida por el atontamiento de las complacencias colectivas, el hábito perezoso de dar siempre la razón a los que se presentan como valedores y redentores de lo nuestro” (Antonio Muñoz Molina).
Se ha erigido una realidad paralela, un espacio en el que sus constructores tildan a los que disienten de enemigos, de peligrosos e irracionales a los que combatir, de desinformados cargados de prejuicios y de falsos argumentos. Esa realidad solo tiene el objetivo de crear barreras y desencadenar conflictos para imponer el criterio de quien ostenta el poder. Una maniobra típica de quienes están convencidos de que todo lo que piensan o creen es el reflejo fiel del mundo real, de la única realidad posible. La suya.
A este posicionamiento, la filosofía de la percepción y la psicología lo denominan “realismo ingenuo” (“egocéntrico” o “narcisista”), en él se confunde la perspectiva subjetiva con la realidad objetiva, haciendo que prevalezca la primera sin aplicar ningún sentido crítico ni reflexivo.
El realismo ingenuo impone filtros para evitar que algo distorsione la visión personal de la realidad y que otras perspectivas o pensamientos puedan alterar el convencimiento de poseer la verdad absoluta. Operan entonces sesgos cognitivos que conducen al totalitarismo, más peligroso por la conformidad social de los individuos que se dejan seducir por el locuaz argumentario de quien lo impone.
J.D. tiene una mente crítica, para él la realidad se construye mediante la observación y la medición de hechos contrastables. No hay cabida para la subjetividad. Mucho menos para la ingenuidad. Aunque sí para la esperanza. Cree que aún hay solución. No obstante, el incesante malestar que dice sentir le llevará a irse del país, más pronto que tarde.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena