“Toda realidad ignorada prepara su venganza”
(Ortega y Gasset)
Miedo es lo que personalmente, y creo que también muchos conciudadanos, estamos sintiendo en estas semanas de incertidumbre política, de exceso de falacias narrativas, de ingenuo victimismo y de burda manipulación social. Miedo atávico.
Miedo ante al surgimiento, expansión y consolidación de la idiotez en nuestra sociedad. Idiotez que se está substanciando de manera peligrosa en sus dos acepciones: la original y la peyorativa. La “idiotés”, de origen griego, hace referencia a aquellos ciudadanos que actuaban en nombre propio y que decidían no intervenir en los asuntos públicos. La vida de la comunidad les era ajena y eludían cualquier participación en los debates que en ella surgían. Esta actitud insolidaria no era síntoma de falta de inteligencia o exceso de ignorancia, sino una muestra de su indiferencia por las necesidades del prójimo.
Con el paso de los siglos, esa “idiotés” fue evolucionando hacia un concepto más negativo. Aislarse y dar prioridad a la vida privada, carecer de ambiciones, ser inconsecuentes con el bien común y el propio, provocó el acceso limitado al cúmulo de conocimientos que adquiría la comunidad y el abandono del deber de colaboración. Es decir, terminaron siendo inútiles para sus congéneres y para ellos mismos. En resumen, cortos de entendimiento. Idiotas.
Hay una tercera acepción para este adjetivo: “engreído sin fundamento para ello”. Más peligrosa en la medida que es practicada, según estamos comprobando en los últimos lustros, por una mayoría de individuos que acceden al poder haciendo carrera política y que, mediante la práctica ensayada de una verborrea ocurrente y una ignorancia selectiva, deslumbran a los cortos de entendimiento (no por falta de formación sino por vocación partidista) y aíslan aún más a los que prefieren desentenderse de la realidad cotidiana al caer en la desafección social.
Ante todo este delirio de idiotez, se hace necesario reaccionar, despertar de este letargo irracional en el que nos hallamos, contemplando cómo se conforman dos planos de realismo mágico, el de la calle y el de las tribunas o los escaños, que desafían las leyes de la razón y de la convivencia, proclamando los que ocupan los segundos discursos ornamentados de universos fantasiosos para que los ciudadanos acepten lo inaceptable y conviertan lo surrealista en algo natural.
En la última década, el término «woke» (“desperté” o «despierto» en inglés) ha emergido como un concepto omnipresente en el discurso político y social, delineando un conjunto de ideas centradas en la conciencia social y la justicia. Este movimiento, que ha ganado terreno principalmente en Estados Unidos y Europa, tiene raíces históricas profundas en las luchas sociales del siglo pasado. Ahora lo vemos resurgir con fuerza en los movimientos estudiantiles que denuncian el genocidio en Gaza.
El término «woke», en la jerga afroamericana, se remonta a la década de 1940, donde se utilizaba para describir a alguien que estaba alerta o era consciente de las injusticias raciales y sociales. Sin embargo, su popularización más reciente se atribuye en gran medida al movimiento Black Lives Matter, caracterizándose por su enfoque en la justicia social, la equidad racial y la crítica de las estructuras de poder dominantes. Aboga por una mayor conciencia de las inequidades sistémicas que afectan a las comunidades marginadas. Esto se traduce en una llamada a la acción para abordar la discriminación, el racismo, el sexismo, la homofobia y otras formas de opresión.
Desde el punto de vista político, el movimiento «woke» ha influido en los debates sobre políticas públicas en áreas como la reforma policial, la igualdad de derechos civiles, la justicia penal y la representación política. Ha generado un aumento en la presión organizada para que los líderes políticos y las administraciones adopten medidas concretas para abordar las desigualdades estructurales y promover la inclusión y la diversidad. Además, han logrado captar la atención de una amplia gama de personas, incluidos activistas, académicos, líderes religiosos, celebridades y ciudadanos comunes, lo que ha ampliado su alcance e impacto.
La ideología «woke» no está limitada a un solo partido político o ideología. Sin embargo, hay ciertos líderes políticos de corte progresista o de izquierdas (sobre todo, demócratas en EEUU) que han abrazado públicamente los principios y objetivos del movimiento. El futuro de estos políticos y los principios que defienden dependerá en gran medida de factores como el apoyo popular, la dinámica política y la capacidad para implementar soluciones pragmáticas. Sin embargo, también enfrentarán desafíos y una fuerte oposición, especialmente de aquellos que ven estas políticas como demasiado radicales.
El diccionario Oxford añade a la definición de “woke” otra acepción: «palabra que a menudo se usa con desaprobación por parte de personas que piensan que otras se molestan con demasiada facilidad por los temas sociales, o hablan demasiado sobre ellos de manera que no cambia nada». Es decir, para unos «woke» es tener conciencia social y cuestionar los paradigmas impuestos y, para otros, describe a hipócritas que se creen moralmente superiores y quieren imponer sus ideas progresistas sobre el resto.
Desde la perspectiva de la filósofa Susan Neiman, lo “woke” no se construye a partir de una ideología progresista o de izquierdas, sino sobre la base de las emociones y éstas están muy separadas de las ideas. De ahí que también se trate de manipular su concepto reaccionario para apropiárselo según los intereses políticos del momento (incluso se ha hablado de capitalismo “woke”). En todo caso, frente a la desideologización actual y el miedo a la incertidumbre política, sí que es necesario abrazar la filosofía “woke” para enfrentar con firmeza la proliferación de idiotas en sus tres acepciones (cortos de entendimiento, engreídos y “pasotas” de la vida pública).
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena