Seis meses atrás, el Banco de España emitió un informe en el que expuso el deterioro paulatino de la calidad institucional y la consiguiente disminución de la confianza de los ciudadanos y de las empresas en las estructuras de los poderes públicos. La comparación con otros países europeos dejaba al nuestro en una clara desventaja que, como consecuencia, se veía igualmente reflejada en la productividad de la economía española y en las opciones de crecimiento a medio y largo plazo. La calidad regulatoria y la cuestionable eficacia del sistema judicial, presionado por el poder político, no solo alejan a los inversores que detectan cierta inseguridad jurídica, sino que también marcan a la administración del Estado como ineficaz.
Entonces, las perspectivas de crecimiento de la economía española para el período 2024-2026 eran favorables tras la contracción experimentada en 2020, en términos macroeconómicos. No obstante, el PIB solo había crecido un 0,3% desde 2019 y las ratios de inflación empezaban a moderarse (no así la subyacente) sin llegar a afectar positivamente a la renta per cápita de los ciudadanos ni a su capacidad de ahorro e inversión. El desempleo se ha convertido en estructural como los niveles de pobreza, padecida cada vez por más personas debido a sus escasos ingresos y al aumento de la población que cuenta con un trabajo precario.
Desde aquel informe, el baile de cifras que aporta el gobierno, las instituciones europeas, las asociaciones empresariales y las entidades privadas, además de no coincidir, son un recurso que maquilla la inseguridad existente de hacia dónde caminamos realmente, no existiendo una intención clara de implementar una estrategia integral de reformas que palíen la baja productividad, el enquistamiento del paro, el incremento de la deuda y el desajuste del déficit público, la elevada presión fiscal y la arbitrariedad tributaria, la persistente inadecuación a una transición digital efectiva, la volatilidad de la política medioambiental, el menguante poder adquisitivo de los ciudadanos y un largo etcétera de parámetros económicos a los que añadir los sociales (educación, sanidad, inmigración, vivienda, investigación…). A todo ello, además, se le suma el mayor deterioro institucional que, desde aquel informe del Banco de España, se viene padeciendo por los casos de ilegalidades y corruptelas que estamos conociendo en los últimos meses.
Si en el plano de la economía estamos en el furgón de cola de Europa, en el nivel de confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas y en los partidos políticos hemos pasado de ocupar puestos destacados, en la primera década del siglo, a situarnos en los últimos. La relación entre calidad institucional y progreso económico, se le olvida a los gobernantes, es directamente proporcional. El impacto de la primera sobre la confianza del mercado se traduce claramente en el crecimiento o contracción de la economía a medio plazo. Cuando, por otra parte, a la calidad institucional percibida se le asocian dudas sobre la eficacia de la justicia, la restauración de la confianza es bastante complicada y no se atenúa con la promesa de la recuperación económica vía recepción de fondos europeos, de los cuales hasta la propia Comisión Europea duda de su aplicación.
¿Estamos ante otra situación de crisis? En estos períodos, el comportamiento de los consumidores puede parecer contradictorio con las posibilidades que ofrece la realidad de la economía doméstica. Uno de los fenómenos más intrigantes y recurrentes es el llamado «efecto pintalabios», un término popularizado por Leonard Lauder, presidente de Estée Lauder, que observó cómo las ventas de pintalabios aumentaban en épocas de recesión. Aunque a primera vista pueda parecer trivial, este fenómeno (denominado “indefensión aprendida”) refleja una profunda respuesta psicológica del consumidor ante la incertidumbre económica, o disociación entre lo que ocurre y lo que está dispuesto a atender para evadirse del malestar percibido. En el contexto de la economía actual y de la calidad institucional en España, el «efecto pintalabios» ofrece una visión interesante para entender cómo las personas gestionan la ansiedad económica.
Cuando el poder adquisitivo de las familias se ve afectado en momentos de crisis, se ha observado que los consumidores (también los españoles) no siempre eliminan por completo los gastos en productos no esenciales, sino que los redirigen hacia pequeñas compras como cosméticos, ropa asequible, ocio gastronómico o viajes baratos. Estas compras no representan un lujo prohibitivo, pero sí ofrecen una sensación de normalidad y control en un contexto de incertidumbre. Este comportamiento está ligado a la necesidad psicológica de gratificación inmediata y refuerzo de la autoestima cuando el horizonte económico se oscurece. Al enfrentarse a la pérdida de poder adquisitivo o a la posibilidad de recortes en el empleo, los consumidores buscan sustitutos emocionales que no pongan en riesgo su estabilidad o seguridad financiera, pero sí disfrutar de un momento de bienestar.
No obstante, el «efecto pintalabios» en la economía no debe interpretarse como un indicador de consumo positivo. Si bien estos pequeños gastos permiten cierta resiliencia en determinados sectores, también son un síntoma de una mayor contracción en el consumo global. Las familias, al priorizar pequeños caprichos, muestran a menudo una contención en otros aspectos del consumo, lo que podría estar reflejando una pérdida de confianza en la futura estabilidad económica.
Este fenómeno debería servir como una advertencia para las autoridades. Las políticas de estímulo fiscal, los incentivos al consumo y la protección del empleo se vuelven cruciales para evitar que los pequeños lujos se conviertan en el único refugio para los consumidores en tiempos de dificultad. Es un recordatorio de que, aunque la economía se mueva por ciclos, la percepción psicológica de las personas es un factor clave en la estabilidad del mercado. Si el «efecto pintalabios» se intensifica (aunque también cuente con detractores que no lo identifican como un indicador fiable), podría ser una señal de que los consumidores ven un horizonte más oscuro del que las estadísticas macroeconómicas auguran.
José Manuel Navarro Llena
Experto en Marketing