Exclamó Unamuno hace más de un siglo. Lo que nació como una reflexión sobre la necesidad de buscar caminos propios frente a la imitación ciega de Europa, sigue simbolizando la dificultad del país para situarse en la vanguardia de la innovación, la tecnología y el conocimiento. Lejos de ser una anécdota, aquel imperativo funciona como un diagnóstico persistente de nuestra estructura económica y social que, pese a avances puntuales, continúa mostrando signos de dependencia y extrema fragilidad.
Recientemente, la economía española ha logrado avances que, en cifras macroeconómicas, transmiten dinamismo. Sin embargo, a nivel “micro” se acumulan desequilibrios que matizan la solidez de ese crecimiento. El primero y más evidente es el estancamiento de los ingresos reales de los trabajadores. Los incrementos nominales apenas compensan los efectos de la inflación, lo que se traduce en una erosión del poder adquisitivo de los hogares. Este fenómeno implica una menor capacidad de consumo, mayor dificultad para ahorrar y un horizonte socioeconómico incierto para las familias, en contraposición con lo que sucede en los países de nuestro entorno, dejando a España en una posición comparativa debilitada.
El notable aumento del salario mínimo ha mejorado las rentas más bajas, pero también ha generado costes añadidos para las pequeñas y medianas empresas que constituyen el tejido central de la economía nacional. La paradoja es clara: mientras se busca proteger a los trabajadores, se complica la viabilidad de los negocios que podrían ser motor de empleo y de innovación. La pregunta de fondo es si el país está logrando un equilibrio real entre justicia social y el dinamismo productivo o, por el contrario, está sembrando contradicciones estructurales.
Otro de los grandes pilares del modelo económico español, el turismo y la hostelería, ilustra con crudeza la dualidad del crecimiento. Su contribución al producto interior y al empleo es incuestionable, pero también lo es su vulnerabilidad frente a los vaivenes inesperados. La pandemia dejó al descubierto hasta qué punto esta dependencia puede convertirse en un lastre. La estacionalidad, los puestos de menor cualificación y retribución, y la escasa integración con sectores de mayor valor añadido alimentan la idea de que España sigue anclada en un patrón de desarrollo frágil y dependiente. Una economía demasiado volcada en ofrecer estos servicios corre el riesgo de descuidar la construcción de capacidades industriales y tecnológicas propias.
La digitalización, presentada a menudo como tabla de salvación, ha avanzado, aunque de manera desigual. Sus beneficios se concentran en unas pocas regiones, mientras amplias zonas del país apenas perciben sus efectos. Sectores tradicionales continúan rezagados, lo que limita la capacidad transformadora de la innovación tecnológica. En este contexto, los esfuerzos públicos para impulsar el emprendimiento (con leyes específicas y programas de apoyo financiero) muestran más intención que resultados efectivos. El problema no es solo la falta de incentivos, sino la existencia de un “death valley” en el que muchos proyectos innovadores no logran el respaldo necesario para consolidarse y escalar, provocando que muchas ideas se marchiten antes de madurar o que terminen aprovechadas por otros países.
El déficit de inversión en investigación y desarrollo es uno de los síntomas más claros de esta situación. España dedica a esta área una proporción muy inferior a la de sus vecinos europeos, lo que perpetúa la dependencia de innovaciones externas. Sin una apuesta sostenida y estratégica en este terreno, el país difícilmente podrá generar industrias de alto valor añadido capaces de competir a escala global. Las iniciativas legislativas o los fondos europeos no bastan si no se traducen en un compromiso duradero y en una visión de Estado que trascienda los ciclos políticos.
La educación, piedra angular de cualquier proyecto de modernización, tampoco ofrece señales alentadoras. Los últimos resultados internacionales han puesto de manifiesto un deterioro en competencias básicas, especialmente en matemáticas, clave para los sectores tecnológicos del futuro. Aunque el gasto educativo se mantiene en niveles cercanos a la media europea, la inversión no se traduce en una mejora sustancial de la calidad y, sobre todo, no frena la llamada “fuga de cerebros”. Profesionales cualificados que, ante la falta de oportunidades, emigran para desarrollar su talento en otras economías más dinámicas.
La política fiscal añade otra capa de complejidad. Aunque el crecimiento reciente ha ayudado a reducir tímidamente el peso de la deuda pública, esta continúa en niveles muy elevados y condiciona las perspectivas a largo plazo. La realidad es que buena parte de la expansión económica está sostenida por un endeudamiento que compromete el futuro. Los hogares, por su parte, no cuentan con la capacidad suficiente para impulsar una demanda interna robusta, lo que revela la existencia de un crecimiento más aparente que real. El riesgo es que España está financiando su presente a costa de hipotecar sus posibilidades futuras.
Lo que emerge de este conjunto de factores es la imagen de un país que, pese a contar con talento, recursos y capacidad de integración en cualquier mercado, no termina de construir un modelo propio de progreso sostenido. La dependencia del turismo, el bajo peso de la industria, la insuficiente inversión en innovación, los problemas educativos y el lastre de la deuda configuran una ecuación que apunta hacia una fragilidad estructural. Unamuno, al exclamar “¡que inventen ellos!”, no pensaba en estadísticas ni en balances macroeconómicos, pero esta frase se ha convertido en la metáfora del dilema nacional de seguir a remolque de las invenciones ajenas o apostar con decisión por ser protagonistas del conocimiento.
El reto de fondo no es solo económico, sino cultural y político. Requiere un cambio de mentalidad que valore la creatividad, la ciencia y la tecnología como motores imprescindibles del bienestar colectivo. No basta con medidas aisladas ni con parches coyunturales; hace falta una estrategia que mire a largo plazo, que retenga talento, que diversifique la economía y que sitúe la innovación en el centro del proyecto de país.
José Manuel Navarro Llena







Deja una respuesta