Desde el año 1 d.C. hasta nuestros días, la población mundial se ha duplicado en cinco períodos. En el primero tardamos 1.649 años en pasar de 250 a 500 millones de habitantes; y en el último, han sido 52 años los que hemos tardado en ser 8.000 millones. Si se cumplen las predicciones, en 25 años alcanzaríamos los 16.000 millones. Pero el inconveniente es que el planeta solo tiene capacidad para proveer de recursos a un máximo de 10.000 millones de habitantes (E.O. Wilson), cifra a la que llegaremos a final de esta década.
Lejos de caer en el catastrofismo que puede subyacer a estos datos, más nos valdría pensar en qué hacer con urgencia para afrontar las consecuencias de seguir comprometiendo la supervivencia de las futuras generaciones si continuamos sobrexplotando los recursos naturales, acumulando exceso de elementos contaminantes y de basura sin procesar, emitiendo gases de efecto invernadero, exterminando animales y plantas y desequilibrando la biodiversidad. Cada año, el denominado “Global Overshoot Day” (“día del agotamiento”) se adelanta vertiginosamente. En 2022, ese día fue el 28 de julio cuando el planeta consumió lo que le hubiera correspondido en un año (en España fue el 12 de mayo). El resto de los meses viviremos con déficit de recursos, es decir, hipotecamos la viabilidad y sostenibilidad de aquellos que son necesarios para mantenernos los siguientes años.
La producción de materias primas, alimentos y energía no está alineada con la demanda real ni con el nivel de actividad humana, sino con la estructura económica que sustenta la cuenta de resultados de las principales industrias y los lobbies que las respaldan. Lo fácil sería echarle la culpa al capitalismo, pero recordemos que, en este sistema, personas y empresas tienen libertad para producir e intercambiar bienes y servicios en un mercado donde los precios de las transacciones vienen determinados por un balance eficiente entre oferta y demanda, y en el que los objetivos son obtener beneficios económicos, favorecer la libre competencia e incrementar la riqueza de la comunidad.
El problema surge cuando el sector privado y el público establecen puntos de contacto para fortalecer mutuamente su poder, protegiendo las prácticas especulativas de “traders” que actúan globalmente para controlar el mercado de intermediación de los recursos esenciales. El “viejo” capitalismo se caracterizaba, fuera explotador o no, por invertir y crear empleo para producir y generar más beneficios. En cambio, en la actualidad esas reglas han cambiado y el objetivo es captar las plusvalías obtenidas por los movimientos de deuda pública y de derivados financieros. Un juego peligroso en el que, como consecuencia, los perjudicados son los ciudadanos y las pequeñas empresas sujetas a presión fiscal (vía impuestos) y al encarecimiento de la financiación. En palabras de Martin Wolf, “los incrementos ampliamente distribuidos de la renta real jugaron un papel vital en la legitimación del capitalismo y en la estabilización de la democracia. Hoy, sin embargo, al capitalismo se le hace cada vez más difícil generar un incremento similar en la prosperidad. Por el contrario, lo que se pone en evidencia es una creciente desigualdad y una reducción en el ritmo de crecimiento de la productividad. Esta combinación nociva vuelve a la democracia intolerante y al capitalismo ilegítimo”.
Ejemplos tenemos más que suficientes en nuestro entorno, en el que los estados legislan para que los empresarios se vean obligados a adoptar medidas (como el reciente RD Ley de sostenibilidad económica) de las que no tienen una idea clara de la repercusión a título particular ni global y por las que, en cambio, sí podrán obtener resultados negativos en el balance gastos/ingresos. Estas actuaciones, por otro lado, tampoco ayudan a controlar la escalada inflacionista de los últimos meses, supuestamente motivada por el incremento del precio de las materias primas y de la factura energética (inflación por costes), surgiendo dudas de su origen real cuando el precio del petróleo está en descenso, las energías renovables pueden obviar la dependencia del gas y de las hidroeléctricas, y la base monetaria (dinero en circulación) no se ha incrementado al nivel que justifique un exceso de demanda una vez superada la pandemia.
Si bien es cierto que durante el tiempo de confinamiento hubo un incremento del ahorro en las familias, una vez finalizado éste, el aumento del consumo solo fue del 3,2%, insuficiente para provocar una subida de la inflación (por incremento de demanda) de casi un 8% interanual. Por otro lado, la excusa de la guerra en Ucrania alcanza a los últimos seis meses y la mayor depreciación sufrida por el euro frente al dólar en lo que va de año ha sido del 9%. Para frenar la escalada de la inflación, los bancos centrales se plantean revisar al alza los tipos de interés con diferentes estrategias (más agresiva en USA o más moderada en la UE), pero en general con los mismos efectos inmediatos: el encarecimiento de la financiación para empresas y familias. Precios más altos de los bienes y servicios y menor valor del dinero supondrán la contracción del consumo; o sea, disminución de los ingresos para las empresas. Préstamos más caros implicarán la reducción en la renta disponible (y su capacidad de ahorro) de las familias y mayor dificultad para financiar inversiones en las empresas. Éstas, para afrontar la situación (materias primas, costes energéticos, impuestos más elevados y préstamos más caros), solo podrán reducir plantilla o cerrar. Consecuencias: más paro, menor capacidad adquisitiva, exceso de oferta, limitación de la demanda, devaluación del dinero… contracción de la economía.
Aun así y para reducir la tensión, muchos expertos hablan ya del inicio de un período de desinflación, lo que significa que los precios seguirán subiendo a un ritmo menor que el experimentado en los últimos meses (deseable al 2%). Pero cuidado, seguirán creciendo. En este contexto de crecimiento continuo, conviene recordar la etimología de inflación: “acción y efecto de inflar con aire o gas” o “estado de engreimiento”. Parece curioso que en economía se use este término para referirse “al desequilibrio económico caracterizado por la subida generalizada y sostenida de precios a lo largo de un período”, pues pareciera que ese incremento estuviera impulsado por algo tan intangible como el aire. Los economistas seguramente estarán en desacuerdo con esta afirmación porque podrán justificar en términos macroeconómicos las variaciones sufridas debido a los factores expuestos más arriba. En cambio, para el ciudadano solo existe su realidad (microeconómica): su dinero vale menos, la cesta de la compra está cada vez más vacía, su renta disponible es menor, sus ahorros desaparecen y su deuda mensual con el banco sube. Estos hechos, muy tangibles porque afectan a su bienestar, son el resultado de variables intangibles (como el aire) que no controla ni son de su responsabilidad.
¿Qué tienen en común “el día del agotamiento” y la inflación? Las materias primas, los recursos energéticos y los alimentos. Cuyos precios no dependen tanto del volumen existente, sino del que las grandes compañías quieren exponer en el mercado para manejar su valoración. La sobrexplotación compromete los recursos disponibles, pero no obedece a las necesidades reales de la población mundial, sino a los mecanismos de aprovisionamiento y control de distribución para manejar los precios según intereses corporativos y geopolíticos.
La paradoja: el fantasma de una nueva recesión o crisis económica global pone a los gobiernos en marcha para aplicar con urgencia las medidas necesarias que minimicen el impacto de la inflación sobre los objetivos de crecimiento del PIB; en cambio, no se ponen de acuerdo ni proponen iniciativas para gestionar adecuadamente los recursos naturales y evitar su especulación, aunque ello suponga su agotamiento prematuro.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena
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