En los ecosistemas naturales el concepto de “biodiversidad” se aplica tanto al número de poblaciones de diferentes especies que conviven en un espacio común, como a la pluralidad de interacciones perdurables que ocurren entre ellas y, a su vez, con su entorno. Los organismos interactúan recíprocamente conformando un todo estable en el que la diversidad ecológica garantiza su equilibrio y, por tanto, su continuidad. Los cambios en las condiciones del entorno influyen de manera decisiva en el número de especies y, a su vez, las variaciones en éstas pueden implicar modificaciones substanciales en el medio ambiente. La desestabilización del ecosistema por variables imprevistas ocasiona un importante desequilibrio inicial que solo el tiempo y determinadas circunstancias estabilizarán conformando un nuevo ecosistema en el que operarán unas reglas de relación intra e interespecíficas distintas a las originales. Puede suceder que algunas especies prosperen más y otras desaparezcan, pero siempre existirán organismos que desempeñan un papel básico y fundamental para sustentar la cadena trófica y la pervivencia del conjunto, sin cuya participación no sería posible la vida de esas poblaciones (comunidad biótica).
Está más que suficientemente demostrada la influencia que los cambios drásticos en la biodiversidad producen en el medio natural y, consiguientemente, en el bienestar de las sociedades humanas, en su actividad y desarrollo económico y, sin duda, en el medio de vida de las generaciones futuras. El cambio climático, por ejemplo, es el resultado de múltiples y consecutivos ataques contra la biodiversidad a lo largo de los diferentes ecosistemas del planeta, hecho advertido y predicho por la comunidad científica décadas atrás y cuyas primeras consecuencias, por desgracia, estamos sufriendo ya en forma de desastres naturales que comprometen la seguridad física y alimentaria de todos los habitantes del planeta.
Valga esta introducción para hacer una extrapolación a lo que venimos denominando como “ecosistema de pagos”, el cual ha pasado en unos pocos años de ser un sistema sencillo en el que coexistían unos pocos elementos (efectivo, tarjetas, cheques, transferencias) a otro en el que las soluciones digitales han aportado variables que han enriquecido su “biodiversidad”, aunque también lo hayan hecho más complejo, ampliando tanto su espacio geográfico como los métodos y medios de relación entre todos los actores implicados (consumidores, comercios, administración pública, reguladores, entidades financieras, plataformas y proveedores de servicios de pago, Fintech, Bigtech, etc.).
Se solía pensar que los ecosistemas muy ricos en especies son más estables frente a perturbaciones exógenas, pero ya se sabe que, en determinadas condiciones, una elevada biodiversidad puede volverlos inestables y altamente vulnerables al verse afectados de diversas maneras los componentes individuales de su estabilidad. En el caso de los ecosistemas de pagos deberíamos hacer un ejercicio de imaginación para sopesar cómo un sistema estable durante mucho tiempo, con pocos instrumentos de pago, puede no solo sufrir la desaparición de alguno de ellos (como está sucediendo con los cheques), sino ver comprometida su evolución por la irrupción de nuevos esquemas que perturban el modelo e, incluso, pueden generar crisis de concepto o económicas (pensemos en las criptomonedas y la actual situación de caída de su valor y cuestionamiento sobre su permanencia o reinvención).
Pasar de usar recursos tangibles, como el efectivo o las tarjetas, a utilizar dispositivos electrónicos (como cuentas eMoney o billeteras digitales) ha supuesto una evolución hasta cierto punto normal en la medida que la tecnología ha ido aportando nuevos medios y soluciones al mismo ritmo que se han ido aplicando innovaciones a otras áreas y sectores de la actividad diaria de los ciudadanos. En cambio, la irrupción de lo virtual (“metamercado” que definimos en un artículo anterior) exigirá desarrollar un modelo de relación que, como en todas las revoluciones industriales (al menos en las cuatro ya sucedidas), mantenga las conexiones humanas intactas.
Se pueden cambiar las fuentes de energía básicas, las actividades industriales se pueden hacer más dinámicas, pasar de la localización territorial a la globalización y replegarse de nuevo a lo local puede ser una fórmula necesaria que acompañe a la sustentación de la economía (en términos absolutos), los canales de distribución pueden diversificarse y especializarse, los datos y la información se pueden convertir en los recursos más valorados y los algoritmos pueden transformar los procesos laborales y de toma de decisiones en diversos ámbitos; pero la augurada quinta revolución industrial, basada en el desarrollo de la computación cognitiva que unirá máquinas y humanos, no podrá obviar el mantenimiento de las conexiones humanas en su versión más real y física.
Tanto las posesiones digitales (p.ej.: una llista de Spotify) como los pagos electrónicos (p.ej.: eCommerce) constituyen ya parte de nuestra singular forma de cohesión en las diferentes comunidades humanas; pero ¿cómo puede una posesión digital única y no replicable (NFT), pagada mediante una criptodivisa sujeta a variaciones de valor impredecibles, irrumpir en el “ecosistema de pagos” sin influir a la larga en su estabilidad? Habrá que observar su evolución, si bien, por el momento, lo que se está haciendo es replicar lo que sucede en el mundo real (por ejemplo, comprar una obra de arte tokenizada mediante una criptomoneda a la que se le aplica una referencia de cambio en moneda fiat), hecho que limita otras opciones más creativas de uso y aplicación.
No podemos pensar en la complejidad que podría suponer la entrada de las más de veinte mil criptomonedas que existen en la actualidad en el mercado de pagos global, aunque muchas de ellas terminen por desaparecer en los próximos meses. Pero sí podemos fijarnos en los más de 250 métodos de pago locales que existen en el mundo, porque ello nos permitiría reducir el foco de observación a cada ecosistema de pago local y poner atención en cómo responde a las interrelaciones de cada uno de sus componentes. En el caso de España, según el último informe de Adyen, los medios de pago digitales solo son usados por el 43% de la población para realizar compras, en tanto que el 20% prefiere no utilizarlos por desconfianza o por no querer perder el control del gasto. Estos datos se corresponden con la preferencia de uso de la tarjeta de crédito/débito (84%) y del dinero en efectivo (65%). En magnitudes inferiores quedan otros métodos como las billeteras electrónicas, los pagos “in-app”, las transferencias, las domiciliaciones, los pagos aplazados (BNPL), Bizum, “one click”, P2P/P2B en redes sociales, “pay by link”, “tap top pay”, pago con QR, …
En todo caso, si en 2015 un grupo de expertos predijeron en el informe “El futuro del dinero” la desaparición del efectivo y la hegemonía de las criptodivisas, siete años después el primero mantiene su fortaleza y las segundas están en el punto crítico de una “criptoburbuja” a punto de estallar. En parte, esta situación puede darse porque la seguridad en la transacción y la protección contra el fraude son las razones fundamentales que condicionan la forma de pago (9 de cada 10 consumidores valoran estos atributos como requisitos a la hora de realizar una compra), hecho que solo garantiza el dinero efectivo.
Si recordamos las tres funciones que los economistas clásicos asignan al dinero (medio de intercambio, unidad de contabilidad y almacenamiento de valor), observamos que para el concepto de dinero (bancario, digital o electrónico) son perfectamente válidas, pero para el dinero físico (moneda) habría que complementarlas con otras cruciales como son la preservación de la libertad individual y la independencia de cualquier intermediario (financiero o fiscalizador).
Sería necesario remontarse a Mesopotamia hace 5.000 años para comprender que el dinero aparece como instrumento para materializar operaciones de préstamo en el que surgen dos posiciones: la del acreedor, que asume el rol de “la parte dominante o poderosa”; y la del deudor, que pasa a ser la “parte dominada o sumisa”. Lo extraordinario en aquel momento es que no se formalizaba con monedas o con otros instrumentos similares, sino con contratos en los que se asumian compromisos cuyo incumplimiento acarreaba graves consecuencias para el deudor, quien se sometía a las reglas vigiladas por las instituciones que surgieron para proteger al acreedor o prestamista. Las deudas dejaron de ser una obligación económica para convertirse en una obligación moral. Las primeras monedas aparecieron más de 2.200 años después y, aunque también puedieron participar del sistema de préstamo, consiguieron con el tiempo mantener el carácter de obligación económica y soportar revalorizaciones y devaluaciones a criterio de los gobernantes.
Según el “Study on the payment attitudes of consumers in the euro area”, realizado por el Banco Central Europeo en 2020, el 73% de los pagos realizados en comercio físico (POS) fueron con dinero efectivo, así como el 48% de los pagos hechos entre personas (P2P). Solo países como Estonia, Finlandia y Holanda bajan del 50% en los pagos realizados en POS. En el caso de España, el efectivo supuso el 82% de todos los pagos registrados y el 66% del volumen de las transacciones. Estos datos contrastan con los de la “Encuesta Nacional sobre el uso del efectivo” realizada por el Banco de España en el mismo año, donde se destaca que el 35,9% de los ciudadanos manifestaron utilizar el efectivo como medio de pago más habitual. La Covid19, el repliegue de sucursales y cajeros llevado a cabo por la banca y la presión de la tecnología habrán matizado estos porcentajes en los dos últimos años, con seguridad, aún más a la baja de lo que vienen haciendo en la última década. No obstante, ¿vamos hacia una sociedad sin efectivo?
Francamente, creo que no. A factores como la preservación de la libertad individual y la independencia de cualquier intermediario, como indicábamos más arriba, hay que añadir otros como: la privacidad o anonimato en las transacciones, la inmediatez en la ejecución, la facilidad de uso, el control del gasto y el aprendizaje de las reglas básicas para la administración de la economía individual.
Las generaciones más jóvenes, que apuestan claramente por las nuevas tecnologías y se despegan de los métodos tradicionales, serán los futuros compradores que definirán la forma de relacionarse con los futuros comerciantes (ver informe “Impulsando el futuro de los pagos. 10 mega tendencias”, de Accenture). No obstante, estas tendencias digitales se encuentran con el freno del valor que le siguen dando al efectivo, a la inmediatez de su uso y a la libertad de elegir sin condiciones asociadas a la forma de pago, tal como también se deduce de las conclusiones recogidas en el informe “Study on New Digital Payment Methods” realizado por Kantar Public.
Siendo conscientes de esta realidad, ya son varios los países europeos que han legislado sobre la obligatoriedad de garantizar el acceso al efectivo y a satisfacer determinados servicios con él. No solo para permitir que poblaciones de las que se han retirado las entidades financieras, que los mayores de edad y que los sectores excluidos financieramente puedan gestionar su dinero, sino para mantener este recurso como sistema confiable de intercambio universalmente aceptado y demandado.
No cabe duda de que la sociedad es cada vez más digital y que la tecnología evoluciona a una velocidad vertiginosa, circunstancias a las que no puede sustraerse la industria de pagos; bien al contrario, deben servir de acicate para que las soluciones creadas por ella para consumidores, comercios e intermediarios sean convenientes, pertinentes y confiables más allá del aspecto innovador que incorporen. El problema será la excesiva proliferación de aplicaciones y métodos de pago, no ya porque todas ellas tengan que mantener unos estándares de seguridad, transaccionales y regulatorios, sino porque cuando el abanico de opciones es demasiado amplio, el usuario (con independencia de su edad) termina por adoptar los más sencillos y convencionales. De ahí que tarjetas y efectivo sigan manteniéndose como los principales métodos a nivel global.
No olvidemos que, como el exceso de diversidad en todos los ecosistemas biológicos, el crecimiento descontrolado de los elementos que conforman un entorno puede llevarlo al colapso cuando se supera el “límite de carga”. Es decir, en un ecosistema de pagos en el que siga creciendo el número de las diferentes soluciones disponibles, la saturación podría implicar la desaparición de la mayoría de ellas y comprometer el futuro de intermediarios y proveedores de servicios de pago. La alternativa sería converger hacia un sistema de aceptación universal en el que, con independencia de cómo se realicen los pagos y los canales usados, todos los actores que intervengan manejen a lo sumo tres métodos: dinero físico, tarjetas y dinero electrónico. Para este último, las soluciones deberían estar basadas en una cuenta eMoney habilitada para realizar transacciones inmediatas (tiempo real) en moneda fiat o CBDC (en nuestro caso, euro digital).
Otra cuestión será abordar la reconversión de la actual arquitectura de pagos que soporta la relación entre consumidores, entidades financieras, proveedores de pago y comercios. Cambiarla implicará reinventar la estructura que soporta el modelo de economía globalmente aceptado, empezando por cómo se emitiría el dinero y siguiendo por quién y cómo se gestionaría su propiedad. Pero esto sería objeto de otra reflexión. Necesaria y urgente.
José Manuel Navarro Llena.
CMO MOMO Group
Articulo publicado en ITUser, nº 81, páginas 80-84
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