Una de las propiedades más fascinantes del cerebro humano es su capacidad para recuperarse funcionalmente tras una importante lesión, sea de origen traumático o patológico. Aunque sabemos que las posibilidades de recobrar las funciones originales dependerán de la extensión y localización del área afectada, en realidad no existe una regla fija pues son múltiples las soluciones que la naturaleza ha dispuesto para lograrlo con ciertas garantías de éxito.
Una de las medidas reparadoras que podemos observar es la descrita por Edelman & Gally como el “principio de degeneración”, mediante la cual otras áreas o sistemas asumen la función de la zona afectada, de tal manera que el sujeto pueda rehacer sus capacidades con una cierta normalidad. Desde el punto de vista evolutivo, esto supone una gran ventaja ya que ese mismo principio es aplicable al permanente estado de cambio de la corteza cerebral, sobre todo durante las etapas de crecimiento y al principio de la madurez, lo que le permite crear una misma respuesta (output) a partir de múltiples estímulos (inputs) que, por sí mismos y de forma aislada, podrían generar desincronización de los distintos centros sensoriales y motores, es decir, ocasionar un pequeño caos. En cambio, esa degeneración permite la estabilización de las percepciones y de las acciones logrando respuestas coordinadas y orientadas hacia una finalidad concreta.
De igual manera, propicia el estado de atención selectiva por el que somos capaces, eligiendo elementos perceptuales y ejecutivos memorizados, de adentrarnos en el futuro prediciendo las consecuencias de determinadas acciones. Es decir, podemos tener la libertad de establecer fines y objetivos y fijar los planes para alcanzarlos.
No obstante, esa “libertad” está en cierta medida condicionada debido a que la causa de la acción futura está firmemente situada en un consistente pasado de nuestra memoria evolutiva e individual (J.M. Fuster), de manera que lo que predecimos es consecuencia de experiencias colectivas y personales y de las posibilidades de acción que ofrece el mundo circundante a cada sujeto, y las que él mismo puede crear y proyectar a su entorno.
Posiblemente, gracias a este principio de degeneración y a los procesos de selección y adaptación concomitantes, el hombre actual ha podido llegar a un estado evolutivo en el que puede tener una experiencia consciente del tiempo que le permite, a partir de sucesos vividos en el pasado, imaginar eventos y situaciones que le ayudarán a tomar decisiones justificadas que afectarán a su futuro, y al de sus congéneres.
Los humanos somos consecuencia de procesos filogénicos y ontogénicos que tienen que ver con las reglas dispuestas por la propia naturaleza a lo largo de millones de años de evolución; leyes de las cuales no nos podemos sustraer aunque queramos influir en ellas, cuyas consecuencias, si lográramos intervenir, estarían más del lado del declive que del desarrollo.
En esas mismas leyes, filósofos y economistas han fundamentado los supuestos sobre los que han construido paradigmas, como los que conocemos hoy en día, para ordenar y dirigir nuestras vidas mediante la imposición de reglas de relación económica y social que para nada tienen que ver con los fenómenos naturales, sino que son simples constructos humanos (J. Rifkin) a los que estamos sometidos y que han de ser necesariamente revisados.
En el artículo de la semana pasada les exponía la conveniencia de promover un nuevo paradigma híbrido que recogiese lo mejor de los modelos económicos actuales (recuerden el concepto de relevancia combinada) y que fuera consecuencia directa de las voluntades de un cada vez mayor número de personas dispuestas a suscribirlo. Algo que, de hecho, ya lo están haciendo gracias a las nuevas tecnologías, que permiten producir a costes muy bajos, y a fomentar modelos colaborativos para compartir conocimiento y procesos que mejoran los resultados finales.
El progreso económico no puede estar basado en un permanente incremento de sus tasas interanuales de crecimiento como si no hubiera límite. Porque de hecho lo hay. De ahí los irremediables ciclos económicos y las infligidas crisis que hemos vivido como consecuencia de un sistema capitalista agonizante por exceso de especulación y monopolización del control de los precios, yendo en contra de un mercado que tiende a disminuir los costes marginales por una mayor eficiencia de los procesos.
Según Keynes, “pronto se puede llegar a un punto, quizá mucho antes de lo que todos creemos, en el que las necesidades económicas se satisfagan en el sentido de que prefiramos dedicar nuestra energía a fines no económicos”. Y no se refería a la creación de entidades sin ánimo de lucro, sino a un modelo relacionado con producir para vivir y generar riqueza colectiva y a una sociedad fundamentada más en la calidad que en la cantidad, en la cooperación más que en la competición, que busque la justicia social como objetivo y no el estricto beneficio económico de unos pocos a costa del deterioro de muchos y del medio ambiente.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena