MODERNIDAD Y TRADICIÓN EN LA ARQUITECTURA ESPAÑOLA, por Ignacio Abel en LA NOCHE DE LOS TIEMPOS

«La Arquitectura Comprometida»

Portada de 'La noche de los tiempos'.
Portada de 'La noche de los tiempos'.

Madrid, Martes, 7 de octubre de 1935, 7 de la tarde, salón de actos de la Residencia de Estudiantes: Ignacio Abel, el arquitecto que dirige las obras de la Ciudad Universitaria de la capital, imparte una conferencia sobre la arquitectura española, o más bien, sobre los vínculos existentes entre la arquitectura popular española con la arquitectura funcional que postula en esos años el movimiento moderno (No en vano Ignacio estudió dos años en La Bauhaus, verdadera cuna de la arquitectura y del diseño del siglo XX).

Y os cuento esto porque Ignacio Abel es, a su vez, el protagonista de La noche de los tiempos, la última novela de Antonio Muñoz Molina, quien sin duda  hubiese sido un gran arquitecto… bueno, o quizás sí que  lo sea… o al menos sus reflexiones sobre arquitectura son tan actuales, tan sensatas y tan oportunas que necesitamos que se prodigue mucho más.

Aquí os dejo con Ignacio Abel y su conferencia:

“…La silueta de la recién llegada se recortó sin que él la viera sobre la fotografía de una fachada campesina, una casa construida a mediados del XVIII, explicó, mirando sus notas, en una ciudad del sur, ideada no por un arquitecto, sino por un maestro de obras que conocía su oficio y , literalmente, el suelo que pisaba: la tierra de la que había salido la  piedra arenosa y dorada del dintel de la puerta y las ventanas y el barro para los ladrillos y las tejas; la cal con la que se había blanqueado la fachada entera, dejando sólo al descubierto, con una intuición estética admirable, dijo, la piedra de los dinteles, labrada con delicadeza por un maestro cantero que había esculpido también, en el centro del dintel, el cáliz situado exactamente en el eje del edificio. Hizo una señal para que pasaran a la siguiente diapositiva: un detalle del ángulo del dintel; señaló con el puntero la diagonal de la juntura entre dos sillares que formaban la esquina, en la que dos fuerzas contrarias se equilibraban entre sí, con una precisión matemática todavía más asombrosa porque probablemente quieres concibieron el edificio y lo construyeron no sabían leer ni escribir. La piedra y la cal, dijo, los muros gruesos que aislaban igual del calor que del frío; las ventanas pequeñas distribuidas según un orden irregular relacionado con la inclinación de los rayos solares, jugando a eludir la simetría obvia; la cal blanca que la reflejar el máximo de luz solar hacía más suave la temperatura interior en los mese de verano. Con argamasa y cañas crecidas junto a los arroyos cercanos se hacía un aislante natural para los techos de las habitaciones más altas: la técnica era sustantivamente la misma que se había usado en Egipto y en Mesopotamia. Los arquitectos de la escuela alemana –“yo mismo entre ellos”, apuntó sonriendo, sabiendo que se escucharían risas en la sala- hablaban siempre de construcciones orgánicas; qué podía ser más orgánico que aquel instinto popular para aprovechar lo que estuviera más a mano y adaptar flexiblemente un vocabulario intemporal a las condiciones inmediatas, al clima, a la forma de ganarse la vida y a las necesidades del trabajo, reinventando formas elementales que siempre eran nuevas y sin embargo, nunca condescendían al capricho, que resaltaban en el paisaje y al mismo tiempo se fundían en él, sin ostentación y sin repetición mecánica, transmitiéndose a lo largo del país y de una generación a otra como romances antiguos que no precisan ser trascritos porque sobreviven a la corriente de la memoria popular, en la disciplina sin vanagloria de los mejores artesanos. Al fondo de la sala, a pesar de la penumbra, adivinaba o casi distinguía la sonrisa aprobadora del profesor Rossman, inclinado hacia delante para no perder ninguna de aquellas palabras españolas: la intuición de las formas, la honradez de los materiales y de los procedimientos; patios empedrados con guijarros de río trazando un ritmo visual giratorio; tejas que se ajustaban entre sí con la precisión orgánica de las escamas de pescado.(Otra vez había dicho esa palabra: de ahora en adelante debería evitarla). Según hablaba en el entusiasmo disipaba la vanidad y sus gestos perdían la rigidez del principio, que quizás  sólo Adela había advertido, igual que advertía cómo su voz se iba volviendo más natural. Mostraba un patio empedrado con columnas y con un aljibe en el centro que podía haber estado en Creta o en Roma pero que pertenecía a una casa de vecinos de Córdoba: su forma tan ajustada a su función que había perdurado con sólo variaciones menores a lo largo de varios milenios; la luz y la sombra se modelaban igual que la materia; la luz, la sombra, el sonido; el chorro de agua de un aljibe refrescando un patio; la opacidad de los muros hacia el exterior: la luz diurna que entra desde arriba y se difunde por habitaciones y zaguanes. ¿Quién tendría la petulancia de afirmar que la arquitectura funcional- había estado a punto de  decir: orgánica- era una invención del siglo XX?. Pero era una estafa imitar, parodiándolas, las formas exteriores: había que aprender de los procesos, no de los resultados; la sintaxis de un idioma y no palabras sueltas; el hierro, el acero, las anchas láminas de cristal, el  hormigón armado, tendrían que usarse con la misma conciencia de sus cualidades materiales con que el arquitecto popular usaba las cañas o la arcilla o los cantos de finos agudos con los que levantaba una tapia divisoria, aprovechando instintivamente la forma de cada piedra para ajustarla a las otras, sin empeñarse en someterla a un molde exterior. Mostraba la foto de una choza de pastores hecha de paja y de juncos entretejidos; la del interior de un refugio en el monte en el que con cantos sin argamasa se había armado una bóveda que tenía la áspera solidez de un ábside románico. El azar en la forma de cada laja se convertía en necesidad al ajustarse como una afinidad magnética a la forma de otra. Y en el fondo de todo actuaba el instinto popular de aprovechar lo escaso, el talento de convertir en ventajas formidables las limitaciones. Hasta ahora en las fotos se habían visto sólo edificios. Sonó el clic del proyector y la pantalla entera fue ocupada por una familia campesina posando delante de una de las chozas con aleros de pasa y de juncos admirablemente entretejidos. Caras oscuras miraban con los ojos fijos a la sala, ojos grandes de niños descalzos, barrigudos, vestidos con harapos; una mujer embarazada y flaca, con un niño en brazos; un hombre enjuto a su lado, con una camisa blanca y un pantalón atado a la cintura con una cuerda, con abarcas de esparto. En la sala de la Residencia la foto tenía algo del testimonio de un viaje a un país remoto, sumido en tiempos primitivos. Igual que antes había indicado con el puntero los detalles de la arquitectura ahora Ignacio Abel señalaba las caras que él mismo había fotografiado sólo unos meses atrás en un pueblo de fantasmagórica pobreza en la Sierra de Málaga: la arquitectura no consistía en inventar formas abstractas, la tradición popular española no era un catálogo de pjntoresquismos para enseñar a los extranjeros o para usar decorativamente en el pabellón de una feria; la arquitectura de los nuevos tiempos había de ser una herramienta en el gran empaño de hacer mejores las vidas de los hombres, de aliviar el sufrimiento , de traer la justicia, o mejor todavía, o dicho de una manera más precisa, de hacer accesible lo que esa familia de la foto no había visto nunca y ni siquiera sabido que existía, el agua corriente, los espacios ventilados y saludables, la escuela, el alimento suficiente y a ser posible sabroso; no un regalo, sino una devolución; no una limosna sino un gesto de reparación por el trabajo nunca recompensado, por la destreza de las manos y la finura de las inteligencias que habían sabido elegir los juntos mejores y trenzarlos lo mismo para sostener un tejado de paja que para hacer un cesto, la arcilla más adecuada para enjalbegar los muros de una choza. De lo que esa gente ha creado a lo largo de siglos viene casi lo único sólido y noble en España, dijo, lo original e incomparable, la música y los romances y los edificios, conmovido, advirtió Adela desde la primera fila compartiendo íntimamente su emoción, aunque no le veía bien la cara, pero sí escuchaba con claridad su voz. Ignacio Abel se esforzaba en contener una efusión que lo tomaba por sorpresa y que no sabía bien de dónde brotaba, ascendiendo desde el estómago, como poseído de golpe no ya por la rememoración de su padre y de los albañiles y canteros que trabajaban con él, los que levantaban edificios y pavimentaban calles y horadaban zanjas y túneles y luego desaparecían de la tierra sin dejar rastro: también por la conciencia de los que vivieron antes, los campesinos de varias generaciones atrás de los que él mismo procedía, los que vivieron y murieron en chozas de barro idénticas a la de la foto, tan pobres, tan obstinados, tan sin porvenir como esa gente cuyas caras se difuminaban, cuando la luz de la sala se encendió sin que se apagara todavía el proyector fotográfico…”

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