Yo siempre quise conservar aquel perol de cobre porque sabía bien que era mucho más que un vistoso utensilio de cocina, al encarnar como ningún otro a una persona tan sencilla, generosa, valiente y alegre como era mi madre… Hoy os voy a hablar de las famosas “natillas de la abuela Maricarmen” …
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LA ABUELA
«La Sociedad Comprometida»
De vez en cuando en el blog acogemos reflexiones de muy diverso tipo de nuestros amigos y seguidores, que publicamos con el mayor de los gustos. Tal es el caso de este bello relato compartido por D. Jesús Fernández Bedmar, Catedrático de Filosofía y sexólogo, acerca de su abuela, en el que si os sumergís, seguro que encontraréis algo de la vuestra…
LA ABUELA
Mi recuerdo de la abuela es el de una mujer menuda, de pequeña estatura pero fuerte como la que más, con el cabello muy lacio, sorprendentemente blanco y recogido atrás en un pequeño moño que ella misma se hacía con pasmosa facilidad; siempre vestida de negro, incluso el delantal al que tanto afecto tenía era de un tono oscuro, como si aún debiera guardar luto por los que se fueron. La abuela era simpática en extremo, risueña con todos, y siempre dispuesta a contarnos lo que la vida le había ido enseñando, su propia experiencia que no era poca. Solía repetir con frecuencia una frase que acompañaba con el gesto de pasarse la mano por la cabeza, como si estuviera alisándose el pelo, y decía “yo puedo ir por la calle con mi pelo bien tirante”: quería indicar que no tenía nada que ocultar, que podía ir con su cabeza bien alta porque su historia personal gozaba de una claridad fácil de apreciar por cualquiera.
Su vida fue dura, pero ni más ni menos como lo fue para el resto de sus vecinos; eran tiempos en los que, si había algo en exceso, ese algo era para pocos, de modo que el tener o no tener, para el común de los mortales, no era motivo de conversación habitual, en aquellas noches de verano en el tranco de la puerta cuando, en ausencia de la tele, disfrutaba de la agradable temperatura nocturna en el pueblo: simplemente, no había; de todos modos, en su familia, nos decía, no pasaron faltas.
La abuela dirigía una casa grande, donde siempre había trabajo para varias personas; tenía varios hijos que, por entonces, prestaban ayuda, lo que se traducía en alegría; una prole a la que había que añadir padres y algún que otro allegado con menos suerte en la vida. Solía aconsejar con absoluta determinación: “lo que tengáis que hacer, hacedlo pronto y así os quedará tiempo para lo demás”
Ella sobrevivió varios años al abuelo, un hombre alto y fuerte, lo que dice mucho a favor de la fortaleza física de la abuela, campechano como el que más, simpático con todos pero ajeno por completo a las labores domésticas, eran otros tiempos y, desde luego, él no estaba dispuesto a adelantar los venideros.
Pero, sigamos con la abuela: debido a algún problema diabético o tal vez algún otro problema que la medicina no alcanzó a atajar en sus comienzos, poco a poco fue perdiendo la vista hasta quedar completamente ciega. Sin duda, la progresiva falta de visión le hizo acostumbrarse a no ver y quizás por ello nunca se quejó de tener que depender de quienes la rodeaban. Eso sí, con gran parsimonia repetía otra frase que le gustaba y con la que pretendía eximirse de culpas con el fin de que la dejaran tranquila: “Yo no me meto con nadie, que nadie se meta conmigo”. La abuela vivió a nuestro lado una larga temporada antes de morir.
Ya bastante mayor, su deseo persistente era “estar en su casa”, cuando la evidencia era que apenas podía moverse con facilidad sin la ayuda de alguien. Lo decía una y otra vez: “¡Quiero ir a mi casa!”, “¡llevadme a mi casa!”. Y se enfadaba, cuando nadie hacía algo por satisfacer su deseo. En ocasiones, simulé acompañarla a “su casa”. Quizás por ello, siempre creí que me tuvo un cariño especial.
Llevarla a “su casa” era una operación curiosa y rutinaria, pero en extremo agradable para ella. Tenía su ceremonia que consistía, primero, en el anuncio del traslado, “¡Abuela, nos vamos a tu casa!”, Ella saltaba de la silla como una bala y, con la mejor de las sonrisas y con gestos de reconocimiento por doquier, decía: “¡Gracias, hijo mío!”. Sus siguientes palabras, en este caso, sonaban como un mandato, apenas se demoraban unos segundos: “¡Trae aquí mi chal!”. No necesitaba otra cosa; siempre estaba dispuesta para salir a la calle, pero el chal era la señal evidente de que ahora sí salía hacia su casa.
Levantada de la silla y en zapatillas, con gesto de asombrosa dignidad, su cara sonriente, su pañuelo negro a la cabeza y su chal por el hombro, la abuela nos tomaba del brazo con fuerza y empezábamos a andar con paso lento. Nunca salíamos fuera de la casa aunque dábamos vueltas y vueltas al amplio patio, en función de las ganas y del tiempo que ese día había para dedicárselo. De vez en cuando, simulando ir por la calle, decíamos: “¡Buenos días, María!” o “¡Buenos tardes, José!”, como si nos cruzáramos con algún conocido. Ella preguntaba: “¿Quién es?” y había que aclararle quién era el que “pasaba por nuestro lado”. Así transcurrían nuestros habituales paseos “camino de su casa” hasta que nos parecía que el recorrido era suficiente. Con sumo cuidado, abríamos la puerta de “su casa” –la misma habitación que poco antes habíamos abandonado- y entrábamos.
La abuela se quitaba el chal, nos lo daba para dejarlo en lugar seguro, se sentaba, respiraba profundamente y, durante un buen rato, una mañana o una tarde completa, era la mujer más feliz del mundo.
Jesús Fernández Bedmar