Textos de dos reportajes magistrales.
Uno de Carlos Morán titulado ‘El Testamento de Lilly’ y otro de Chapu Apaolaza: ‘Mujeres en las astas’
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Reportajes en Ideal de Granada

‘El Testamento de Lilly’
Dona sus órganos la joven de Guatemala que fue operada en Málaga de un tumor cerebral después de haber sido expulsada de España porque llegó sin dinero

CARLOS MORÁN / GRANADA

Lilly Cuá –San Juan La Laguna (Guatemala) 1989-Málaga 2012– quería ser médico. No consiguió el diploma, pero murió curando. Su enfermedad, un tumor cerebral que empezó a manifestarse cuando apenas tenía doce años y la asedió hasta su fallecimiento con solo 23, no le permitió luchar por lograr el título de galeno con la perseverancia necesaria. Tenía otra batalla que librar. Le iba la existencia en ello. Para alguien como Lilly, las operaciones a vida o muerte se habían convertido casi en una rutina. Siempre estuvo en el guión la posibilidad de que alguna vez podía quedarse en el quirófano.

Ella lo sabía. Y María, su madre y compañera infatigable, también. El 18 de junio, en el Hospital Carlos Haya de Málaga, se puso en manos de los neurocirujanos por quinta vez en menos de una década. El Cordoma de Civus, la neoplasia que se reproducía con desmoralizadora insistencia en el interior de su cráneo, quedó reducido a su mínima expresión. Parecía que la fortuna había vuelto a aliarse con Lilly. Incluso llegó a abandonar la UCI y a tomar un caldo y un yogur. Fue un espejismo.

La suerte le dio la espalda. Sufrió varias complicaciones y el pasado domingo, día 1 de julio, justo cuando la selección de Vicente del Bosque levantaba en Kiev su tercera Eurocopa y España estallaba de alegría, Lilly expiró en el Carlos Haya de Málaga. Pero antes, sumergida ya en un coma irreversible, cumplió su sueño de sanar a otros. María aceptó donar el hígado y los riñones de su hija.

Poco después, un helicóptero sanitario sobrevolaba la fiesta por la hazaña futbolística con una medicina llamada Lilly.

Un corazón que late

En Guatemala, su país natal, los trasplantes son prácticamente ciencia ficción. «Ahora se están empezado a hacer los primeros de riñón», relata la pediatra Mercedes Alonso, coordinadora de la ONG granadina Senderos de Maíz, que trabaja desde hace años en el país centroamericano y que fue la que propició que Lilly pudiera ser tratada en hospitales de Andalucía.

Era la primera vez que María escuchaba hablar de ese tipo de intervenciones y tenía que tomar una decisión. No era fácil. Dudaba. Y el reloj corría. «Pero doctora –le dijo a Mercedes Alonso– no ve que todavía su corazón late caliente». Era verdad. Las máquinas mantenían vivo el cuerpo de Lilly –en su cerebro no había ninguna activad desde hacía horas– para preservar el hígado y los riñones de la joven por si, finalmente, su madre autorizaba la extracción.

Si hubiera dicho que no, nadie le hubiera reprochado nada. Se le pedía que comprendiera algo que, hasta ese momento para ella, era una quimera y un tabú. Mercedes Alonso le habló entonces de Anita y de Keyla, dos niñas a las que María conocía porque vivían cerca de su aldea, que se llama Palestina y está cerca del inmenso lago Atitlán. Ambas, gracias a Senderos de Maíz, fueron trasplantadas en España –el caso de Keyla fue especialmente llamativo, porque, siendo apenas un bebé, recibió cuatro hígados, una auténtica proeza médica– y ahora están perfectamente. «María lo entendió al instante y dio su aprobación», recuerda la pediatra granadina.

En menos de una hora, una modesta campesina guatemalteca –que, además de la fallecida, tiene otros once hijos, varios de los cuales ya se han independizado– dio su consentimiento para que Lilly salvara tres vidas. Ni más ni menos. «Luego nos despedimos de ella. Le di un beso y le dije: ‘Buen viaje, Lilly’. Es que la he visto tantas veces entrar y salir de quirófanos, entrar y salir de aeropuertos… que sentí que estábamos de nuevo en esa situación. En realidad, era un poco así. La muerte es un viaje, un misterio…», reflexiona Mercedes Alonso.

«Pasaron miedo»

Contrasta la velocidad a la que se mueve la solidaridad con la lentitud de la burocracia, esa maquinaria tan proclive al fárrago que casi impidió que Lilly tuviese la que, a la postre, fue su última oportunidad en España. El 20 de abril, María y y Lilly, aterrizaban en Barajas tras atravesar el Atlántico. Tenían una nueva cita con los cirujanos del Hospital Carlos Haya de Málaga –anteriormente ya había sido intervenida en esa ciudad y también en Granada–. El tumor cerebral había vuelto a crecer hasta alcanzar unas dimensiones que amenazaban de nuevo la vida de Lilly. Pero la paciente y su madre no lograron cruzar la frontera. Las autoridades españolas las mandaron de vuelta a Guatemala. La razón: no tenían el dinero –la familia vive con unos 120 euros mensuales y ese no es un mal sueldo en Guatemala– que el protocolo de extranjería exige.

Sobran las palabras. 24 horas más tarde, llegaban a Guatemala. Tendrían que esperar un mes para intentarlo otra vez. «No creo que ese contratiempo fuera significativo en el agravamiento de su enfermedad. El tumor pudo aumentar mínimamente. Pero pienso que a Lilly sí le afectó psicológicamente lo que les sucedió en Barajas. Pasaron miedo».

«¡Tengo que operarme!»

Cuando volvieron, esta vez sí, con efectivo, también fueron ‘escrutadas’ con lupa en el aeropuerto de Barajas. De hecho, Lilly, que era el sosiego personificado, llegó a enfadarse con los agentes de aduanas. «¡Oiga, he traído un montón de papeles y tengo que operarme cuanto antes de la cabeza! Tienen que dejarnos volar a Granada», dijo la joven. Eso ocurrió el día 23 de mayo y, afortunadamente, las barreras se abrieron para que Lilly pudiera seguir luchando por su vida. Y lo hizo, pero, en esta ocasión, el guión se abrió por la última página: esa en la que pone ‘Fin’.

Hay una entrañable película de Frank Capra, ‘¡Qué bello es vivir!’, en la que el personaje que encarna James Stewart, un buenazo que se deja la piel para ayudar a todos sus vecinos, tiene la oportunidad de ver qué habría pasado en su pueblo, en su comunidad, si él nunca hubiese existido. Y lo que observó era malo. El mundo era mejor con él dentro.

¿Qué habría ocurrido si Lilly no hubiese regresado a España tras ser deportada 24 horas después de llegar a Madrid aquel ingrato 20 de abril? Que ella hubiese fallecido igualmente, pero tres personas muy enfermas no hubieran estrenado una vida nueva.

Ese es el testamento de Lilly Cuá.

Para colaborar: Mail: senderosdemaiz@yahoo.es Dirección: C/Andrea Navagiero 1, 3 A, 18006 Granada. www.senderosdemaiz.org

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Reportajes en Ideal de Granada

‘Mujeres en las astas’
Son una minoría, pero ellas también se la juegan en los encierros

CHAPU APAOLAZA / MADRID

De camino al trabajo, se echó a llorar. Después, al llegar a su mesa en el hospital, no dijo nada de lo que había hecho. Se calló la noche en vela que pasó dando vueltas en la cama, ni dijo cómo se le había cortado la respiración en la calle, ni cómo quiso salir corriendo al escuchar el cohete y alguien le susurró «Quieta, respira, todo va a ir bien», ni cómo suenan las pezuñas de los toros sobre la Estafeta como un tranvía recién descarrilado, ni que resoplan al pasar como bestias venidas del infierno, ni lo ricos que saben los abrazos de después y la vida reestrenada. Estefanía Laita echó todo eso a llorar y supo en ese momento que «San Fermín estaba ahí, presente» con su capote, pero después no dijo ni Pamplona. Hasta después de las fiestas, su marido no supo que ella, una administrativa de 34 años de la capital navarra, había sido una de las muy contadas mujeres que han corrido el encierro. Estefanía es parte de un colectivo que sigue siendo minoría a pesar de que las barreras legislativas cayeron hace 38 años. Hoy es el chupinazo y éstas son algunas de sus historias.

En enero del año pasado, Carmelo Butini, librero pamplonés y una de las primeras espaldas que se encuentran los toros en la Cuesta de Santo Domingo, le dijo que alguien no podía sentir así a San Fermín por los adentros y no haber corrido, fuera hombre o mujer. A Estefanía le picó el bicho y el eco le fue retumbando hasta las cinco y media de la mañana del 11 de julio de 2001, cuando se puso en pie y se vistió pese al SMS de Carmelo: «No vengas, hay mucha gente». Fue y se quedó en la calle, tragándose los minutos como cristales rotos, escuchando los consejos y mirando el vallado de la Estafeta al que tenía que llegar sí o sí, aprendiendo a no salir espantada. Cuando le dijeron «Ya, ¡corre!», se extrañó de las zancadas larguísimas. Con el corazón saliéndosele por la boca, no sintió ni el cuerpo a cuerpo de la carrera, cuando el río urge y estrecha sus ondas de tumulto, que escribió Gerardo Diego. Lo hizo. Ni mejor, ni peor que cualquier hombre en su primer encierro, pero se calló. «No lo sabe ni mi madre y no lo quise decir a la gente porque me iban a echar la bronca», explica.

¿Por loca? ¿Por inconsciente? Estefanía no estaba haciendo nada malo. En 1974, el bando municipal que regula el encierro de Pamplona dejó de prohibir la carrera «a niños y mujeres». El único requisito para entrar en los 865 metros de calle que van desde los corrales hasta el callejón es ser mayor de edad (esto no siempre se cumple) y estar en condiciones de correr (esto tampoco se cumple siempre). La norma tardó en aplicarse. El corredor, ex comentarista de Televisión Española y experto en el encierro Javier Solano recuerda cómo pese a estar permitido, la Policía sacaba a las corredoras del recorrido.

Un secreto

Una de aquellas era Belén (prefiere no dar su apellido), comerciante de Pamplona. En 1979 y con los sanfermines galopándole por las venas de sus 18 años como una manada de ‘Cebadas’, se adentró en el túnel del miedo de la calle Estafeta. No duró. «Me insultaron y me sacaron de allí», recuerda. «Creo que lo hacían por protegerme, por una especie de machismo paternalista». Al segundo día, se caló un gorro sanferminero, escondió dentro la melena, eligió ropa holgada y se la manchó a propósito. «Qué, chaval ¿es tu primer encierro?», le preguntaban los mismos que la habían echado, y le ayudaban a aguantar el vacío helador de las ocho menos cinco. Ella hablaba lo mínimo. Corrió muchas más veces, pero tampoco dijo nada, ni a su marido, ni a su madre, ni a sus hermanos. «Me valía con demostrármelo a mí misma». Con el tiempo, vinieron dos hijos que no saben nada, y las amigas de Belén, que nunca conocieron su cósmico secreto, se extrañaban de que su marido siguiera en las astas. «Me decían que no sabían cómo podía dejarle seguir corriendo. ¡Mientras tanto pensaba que lo que me fastidiaba de verdad era no poder correr yo!».

En los 80 cayeron muchas barreras. Entre los muros de caliza de la Cuesta de Santo Domingo ya se movían con zancada prometedora Eva y Edurne, hijas de Fermín Etxeberría, ‘Etxebe’, una familia que vivió el toro como pocas y que terminó como no debía. En 1990, ellas morían en un accidente y a ‘Etxebe’, decano de la Cuesta y una leyenda sobre los adoquines, le partió la cabeza un toro en 2003. Nunca despertó.

A Asun Apesteguía (Pamplona, 1951), ex concejala socialista del Ayuntamiento de Pamplona le hirvió la sangre en un debate municipal acerca del papel de la mujer en la carrera. Había caído la prohibición, pero no la costumbre. Año 87. Para entonces, Asun llevaba marcado en el ADN el trozo de calle que iba desde el final de Santo Domingo hasta Estafeta, así que se plantó allí «con las manos tan frías… Con todo el cuerpo frío» y esperó en esa soledad en compañía de cientos el momento de la verdad. Hasta hace cinco años volvió a repetir ese rito y esa manera de tirarse a ciegas al contraluz de Mercaderes, de cara al sol de la mañana. «Te lo cuento y todavía se me ponen los pelos de punta». Apesteguía asegura que nadie la miró mal. «Al contrario. Me ayudaron y me respetaron. Al fin y al cabo ¿Por qué no va a correr una mujer? ¿Por el físico? Yo me veía mejor físicamente que muchos hombres», explica. Todavía nada dos kilómetros a diario.

«A finales de los ochenta llegaron las extranjeras y las primeras corneadas», recuerda Javier Solano. Una de las primeras en caer fue Anne Karlin, noruega de 24 años. que pensó que los toros habían pasado, saltó al recorrido en la zona de Telefónica y un toro de Salvador Guardiola la corneó mientras que a pocos metros, otro se colgaba de un pitón a Torly Urban, un sueco atravesado por el muslo.

Padre e hija

Casi 20 años después, Isabel Solè (La Gornal, Barcelona) sabe lo que hace. Tiene voz de niña y 31 años. Es ingeniera y profesora en la Universidad de Barcelona y no tuvo dudas en correr la cuesta de Santo Domingo el pasado año. «Estaba muy asustada y corrí muy poco». Esa apuesta crecía dentro de ella desde que con diez años veía a su padre, Joan, meterse en la Estafeta. Cuando se enteró de lo que quería hacer su hija, dijo que no. Y ella –1,70 de altura, 50 kilos de peso– que sí. Dos años pasó por el callejón con su hermana y al tercero fue de cabeza a la íntima y fría soledad del inicio del recorrido, donde los toros pueden abrir manada a la velocidad de una moto de pizzero pilotada por un lunático. Allí aguardó sobre la acera izquierda entre esas dos paredes bajo un cielo surcado por pájaros ajenos al miedo y le rezó al Santo: «A San Fermín pedimos…».

Los demás la miraron sin decirle nada. Curiosos. A esas alturas, el corazón no está para luchas de géneros. «Vi esas caras tan blancas de esos tíos tan grandes antes de que sonara el cohete y me dije: ‘Joder’». Todo fue muy rápido. Dos latidos después del paso de la manada, entre alivio y sofoco, buscó con la mirada las anchísimas espaldas de su padre. Lo vio y le abrazó. «Creo que él estaba más asustado que yo. ¿Sabes?, nadie me hizo sentirme como una chica». Estos sanfermines volverá el domingo a la calle. Con los Miuras.

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