EL TESTAMENTO DE MI ABUELO (I)

«Ciudadanos comprometidos»

Nuestro amigo Paco Cáceres, presidente de la ‘Plataforma Salvemos la Vega’ y gran defensor de ésta, escribió en el año 2003 este bello testimonio que reproducimos hoy y el próximo viernes.

Esperamos que os guste y os aporte tanto como lo ha hecho a todos los que hemos tenido con anterioridad el placer de leerlo.

DEDICATORIA

Sirva este relato como homenaje a todos esos abuelos que murieron o morirán con su rebeldía envuelta en la soledad y el anonimato. En especial a Narciso, de Loja, fallecido ya y que fue ese gran hombre que acostumbraba a alumbrar el anarquismo español del primer cuarto del siglo pasado.

El testamento de mi abuelo.
El testamento de mi abuelo.

Raro, así calificaba mi madre a mi abuelo Narciso. “Tu abuelo es bueno, pero raro”.  A mi padre, curiosamente,  nunca le escuché comentario alguno que dejara entrever lo que sentía por él. Le daba buen trato como hijo suyo que era, pero no había  una estrecha relación entre ellos. Así, entre lo poco que hablaba mi abuelo y la influencia de la imagen transmitida por mi madre, mi abuelo, el único que me quedaba, pasó durante un largo tiempo  desapercibido para mí.

Ahora, pasados los años, cuando recurro a los recuerdos para resucitarlo tengo la certeza de que me miraba con ternura, una enorme ternura que emitían sus ojillos en forma de brillo y una sonrisa que no acierto a describir. Recuerdo su palabra siempre ausente… pareciera querer hablar conmigo y que una fuerza misteriosa se lo impidiera. Ahora que voy paseándome por las imágenes, los lugares o la niñez descubro cosas de mi abuelo que me llenan de interrogantes; como cuando solía acompañarme de niño camino del río y hacíamos parada en una gran chopera. Él se sentaba en un inmenso tronco seco al que le gustaba pasar la mano por encima acariciándolo. Yo correteaba, saltaba, perseguía mariposas, lagartijas y pequeños saltamontes. Cuando estaba cerca de él le escuchaba comentar cosas relacionadas con mis juegos o el medio en el que me movía: Si yo miraba una lagartija exclamaba “¡Es macho, su color oscuro lo dice, la hembra es más clara”, si alzaba la vista ante el vuelo de un palomo, “Ese es de Rafael, revolotea en torno a su casa”. Si un ave cantaba; “ese es el ruiseñor. No puede estar preso, se muere”, “la mirla huye”, “ya ha llegado el chamariz”.  Era extraño, siempre aparentaba hablar para sí, nunca se dirigía a mí. Me viene ahora a la memoria el día que me pinché con una ortiga y ante mi irritación cogió una hoja de malva y dijo: “Es curioso, si te pinchas con una ortiga y te frotas con una hoja de malva el dolor desaparece”. Rápidamente lo puse en práctica. Después, para que no odiara a la planta, dijo: “La ortiga cura más que pincha; para reumáticos, para el cabello, para el estómago… Cura más que pincha”.

Así era mi abuelo me enseñaba sin enseñarme, exclamaba al viento pero cuando éste soplaba en dirección a mis oídos. Y así, de esta forma tan sencilla, tan aparentemente indirecta fue como aprendí a conocer y amar la naturaleza. Solo ahora soy consciente de ello, pero ¿por qué no decirme “mira Antonio, ¿éste es el saúco, aquel que vuela el verderón”? ¿Qué misterio envolvía a mi abuelo para que no me mirara a los ojos al hablarme? ¿Por qué decía al viento lo que tenía que escuchar yo? Ese interrogante me persigue día tras día.

Es curioso, cuando perdí a mi abuelo  fue cuando más hablé con él, cuando más mastiqué y rumié sus palabras, cuando más misterios me desvelaron sus gestos y su actitud. Ahora que sólo podía hablar con su memoria, con sus huellas, me llenaba de amargura no poder tenerlo físicamente frente a mí, ante su  pequeña estatura y  su grandeza humana. Sí, amargura, pero hurgando en esos recuerdos sentía también una enorme tranquilidad y bienestar. Estar solo con él me llenaba de humanidad, de profundidad, activaba todos mis resortes interiores… ¡Cómo hubiera deseado que entre sus escasas pertenencias, entre las que olisqueé, hubiera encontrado unas notas, un diario, algo que desvelara el misterio! ¿Por qué tenías aquella extraña relación conmigo, abuelo?

El día que lo descubrí estudiaba segundo de ESO. Como dije, hasta entonces había pasado desapercibido. El maestro de geografía e historia tuvo la culpa de este cambio: “Quiero que me hagáis un trabajo de investigación. Hablad con vuestros abuelos acerca de recuerdos, juegos, cosas de antes… Enfocadlo como queráis, pero hablad con vuestros abuelos”. A mí se me antojaba el trabajo difícil; mi abuelo hablaba poco, pero tenía que abordarlo y se lo dije mientras comíamos. Él calló, al insistirle me respondió: “No me acuerdo, tengo muy mala memoria. Se me borró la tinta”. Ante mi insistencia intervino mi padre: “¡Anda, cuéntale algo papá, cuéntale algo!”. Aquello pareció la señal de salida, mi abuelo prometió ayudarme en ese trabajo.

“Es una birria de investigación”, me dijo un compañero al ver que tenía menos de un folio, letra grande, respuestas escuetas y monosílabos. “Fíjate yo,  cuatro folios de historias”. Al llegar a casa le espeté a mi abuelo que me iban a suspender porque él no me había ayudado. Me faltó llorar. Mi abuelo me miró por primera vez a los ojos mientras le hablaba y me dijo; “¿recuerdas tu alameda infantil?” “¡Ya no está abuelo!” “Da igual, vamos para allá. Allí me entenderás mejor”.

Frente a la urbanización “Puerta del Cielo” sostuve mi primer diálogo con él.

–          ¿Dónde está tu alameda?

–          Ya no está, hay casas.

–          Sólo podemos verla tú y yo, pero ¿podrán verla tus nietos? Cuando ellos vean casas y casas, ¿Pueden imaginar que bajo esos cimientos se esconden tu niñez, las lagartijas, las ortigas, tu mirada infantil…? ¿Cómo explicárselo?

Aquello fue la introducción, a partir de allí explotó y sus palabras fluían como fluyen los ríos después de las lluvias, con fuerza y llenos de contenido.

–          Antoñillo, toda esta tierra que pisas, todos los alrededores son el escenario de mis penas, de mi trabajo, de mis juegos, de mis amores, de mi vida, pero me han borrado todos los signos que me lo recordaban. ¿Dónde está el barranco de la Gloria de nuestros juegos? ¿Y el tomillo, la zahareña  o el romero que cogíamos? ¡Lo allanaron! ¿Dónde está la vaguada de los pájaros llena de jilgueros comiendo las semillas de los cardos? ¿Y el charco, el gran charco donde anidaban las aves de paso? ¡No existen! ¿Y los cañaverales cuajados de ruiseñores que marcaron el paso del río en distintas épocas? ¿Dónde están los mochuelos de los olivos? ¿Los ves tú? ¿Y las choperas, fresnedas, zarzales y nuestras historias junto al río? ¿Tienen orillas los ríos? ¿Se pueden llamar ríos a esa agua con basura y sin vegetación que transcurren entre grandes muros de hormigón?  ¿Dónde están Antoñillo…? Antoñillo, a mí me robaron todas las alamedas de mi niñez, de mi juventud y hasta de mi etapa adulta.

Me parecía mentira, mi abuelo dominaba a la perfección el arte de la oratoria, su tono de voz, sus preguntas, sus pausas, su perfecta pronunciación, la gesticulación de manos y rostro… Todo ello me envolvía en un mundo que sólo descubría irreal cuando veía en todas direcciones construcciones, asfalto y hormigón. Las palabras seguían manando y manando entre un silencio que me pareció total a pesar del ruido constante de hormigoneras, coches y grúas.

–          Antoñillo, todo cuanto viví está enterrado para siempre; no existe. Yo nací en este pueblo, y sin irme vivo en otro muy distinto. El cemento y la codicia arrasaron nuestros recuerdos,  nuestras vivencias. Miro alrededor y no me oriento, ni norte ni sur, no reconozco este lugar… no me reconozco a mí mismo.

–          Abuelo, pero los pueblos crecen, eso es inevitable

–          Ninguna montaña surge de golpe, ningún ser vivo crece más de lo que en su naturaleza está escrito. ¿Hay algún ser humano que crezca en uno o dos años dos metros…? Crecer es natural, el gigantismo es una enfermedad. No digo que todo permanezca igual, el cambio es inevitable, necesario, pero ¿dónde está el equilibrio?

Hicimos un silencio, un largo silencio lleno de reflexiones por mi parte y continuamos andando. Al llegar a un cruce me dijo: “¡Ya hemos llegado!” A mí me sorprendió: un camión mal aparcado, un pequeño atasco, bocinas que enronquecían mezcladas con las quejas de algunos conductores. ¿Se habría confundido mi abuelo? Él, ajeno a ello, levantó su mano y me señaló al frente.

–          Allí, allí teníamos la huerta, nuestra huerta la enriqueció el río con sus crecidas y nosotros con nuestro trabajo. ¡Qué rica tierra! Crecía de todo. Aquí estaba nuestra despensa y mi abuelo le enseñó a mi padre, mi padre a mí y yo… Aquí cogí los tomates más jugosos que nunca probé, las zanahorias más anaranjadas, los melones más dulces, las lechugas…

El tono de su charla se volvió tierno, con una voz baja adobada de largos silencios que contrastaban con el sonido inacabado de los claxon y la voz del camionero que se quejaba haciendo grandes aspavientos por la poca paciencia de los conductores afectados. Aquel hilo de voz parecía narrar algo irreal en aquel paraje actual. Sin embargo, los ojos de mi abuelo, o tal vez el corazón, dibujaban otro paisaje distinto. En uno de los largos silencios me atreví a decir algo que después me pareció ridículo

–          Abuelo, mi padre dice que gracias a que vendimos la huerta hemos prosperado.

No me contestó de inmediato, cerró los ojos como queriendo consultar con sus antepasados, y con un tono apagado, como de derrota, como si supiera que sus argumentos sólo les convencían a él mismo prosiguió

–          Sí, prosperado, cambiamos el pozo de agua fresca por el coche último modelo, el nogal de la inmensa sombra por un apartamento en la playa, la acequia y el cerezo y la higuera por montones de cosas que abandonadas en la buhardilla  tal vez no utilicemos nunca más… Sí, hemos prosperado, pero ya no escucho a los ruiseñores, ni huelo las tomateras, ni veo salir el sol, ni los mil colores que tienen las mil hojas de un caqui en otoño. Sí, hemos prosperado vendiendo el alma, cambiando  la amplia gama y tonalidades de colores, sabores, olores y todo lo propio de los sentidos por el monótono y mortecino gris oscuro y el nauseabundo olor a gasolina y alquitrán, y todo… y todo para comprar… para comprar… ¡Compramos tantas cosas! Y… y la verdad, miro esta forma de vida y no veo el ser humano por ninguna parte… ¿Dónde está el ser humano Antoñillo…? Aquí, también falla el equilibrio.

3 Comentarios

  1. Comprenderéis ahora porque me ha parecido importante compartir con vosotros este maravilloso testamento vital y sabio, muy sabio! Y En unos días la segunda parte!

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