HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO

Si está leyendo este artículo, estimado lector, será porque afortunadamente hemos superado la fecha fatídica, pronosticada por los mayas, del fin del mundo. O quizá no seremos tan prósperos si, tras descubrir que nada ha ocurrido, continuamos mirándonos al ombligo y sin mover un dedo para cambiar la realidad económica hasta ahora conocida.

Llevamos tanto tiempo señalando las diferentes causas de la situación crítica en la que nos encontramos que hemos perdido la capacidad de mirar hacia otro lado, de elevar la vista sobre el horizonte para vislumbrar otras posibles soluciones, para inventar otros escenarios en los que dar cabida a un nuevo progreso, para alumbrar modos de relación y mercados más justos y respetuosos con el medio ambiente.

Nos regodeamos en analizar cifras, en revisar gráficas, en realizar comparativas que proporcionen alguna explicación racional o una clave para adivinar el cambio de tendencia…, nos afanamos en el pasado y nos recreamos en solucionar el desbarajuste de una regresión impuesta mientras le damos la espalda a las posibilidades que otras medidas nos podrían ofrecer para una salida en la que no se haga un reparto más equitativo de la pobreza sino una distribución más solidaria de la riqueza.

Pero a nadie le conviene esta opción. A unos porque les interesa mantener desenfocado el origen de la desestabilización de los mercados y el cruento devenir de las medidas reestructuradoras porque de ello harán ganancia; a otros porque les preocupa el día a día y la supervivencia de sus familias mientras aseguran sus conciencias echando la culpa a la situación global y a la mala suerte de los menesterosos; y a los verdaderamente responsables porque de su ansia de poder y tretas especulativas han hecho bandera para atraer adeptos a los que rápidamente poder dejar en la estacada una vez saqueadas sus inicuas ambiciones. A todos ellos, la gran mayoría, van dirigidas estas palabras.

Quizá por ser las fechas tan señaladas en las que nos encontramos, o tal vez porque no quede nadie para leerlas, he dejado a un lado los hábitos de “marquetiniano” para no hablarles en términos de empresa, y me he quedado con los de observador y paciente al mismo tiempo. Con los de persona interesada en hacer valer que, al igual que sucede con la experiencia, lo relevante del pasado no es lo que en él sucedió, sino lo que fuimos capaces o incapaces de aprender y el uso que le demos a esos aprendizajes.

La sociedad europea (y luego la americana), traspasada y mediatizada por la religión, adoptó desde hace siglos la cultura de la culpabilidad y del miedo para tener a la población sometida ante las expectativas de un cielo que compensaría el calvario terrenal, al tiempo que la palabra del pueblo era secuestrada por la del poder, de tal manera que éste podía mantener la cohesión y la homogeneización social para, por imposición y exclusión de otras alternativas, mantenerse indemne con independencia de los líderes que lo ostentasen.

Pasaron los siglos, varias revoluciones y algunas crisis, y aquí nos encontramos: hablando nuevamente de las mismas cuestiones a pesar de la globalización y de la capacidad que supuestamente tenemos para alzarnos sobre nuestros propios errores e innovar al menos en la parte que afecta a la solución, ya que al cometerlos seguimos estrellándonos en las mismas piedras.

Decía G. Montanari: “Las comunicaciones entre las personas están tan extendidas por todo el globo terráqueo que cabría decir que todo el mundo es una sola ciudad, con una feria permanente donde se ofrece todo tipo de mercancías y cualquiera, sin salir de casa, puede, por medio del dinero, procurarse y disfrutar de todo lo que producen la tierra, los animales o el trabajo humano. ¡Qué maravilloso invento!”. Nada de particular, a juicio de muchos, tendría esta afirmación salvo que fue escrita a mediados del siglo XVII. Casi cuatro siglos después seguimos teniendo la misma visión del mercado global.

Y continuamos usando las mismas viejas herramientas para los mismos viejos problemas provocados por el mismo viejo poder que trata de librarse de aquellos que no contribuyen a la consolidación y el saneamiento de la economía (S. George). Así observamos que para controlar el déficit público hay que volver a la moderación salarial y la reforma laboral, a la disminución del gasto público en sanidad y educación, a la reducción de costes -¿o lastres?- financieros, a la mayor presión fiscal e impositiva y a una renovada liberalización del mercado de bienes y servicios. Una vez más, la razón de los poderes económicos y políticos nos traiciona.

En cambio, sería preferible vivir desde la perspectiva del optimismo de la voluntad (A. Gramsci) y no en el pesimismo de aquella razón. Máxime si voluntad y sentimientos andan confabulados para aumentar la eficacia del razonamiento (N. Braidot) en arbitrar medidas que favorezcan al conjunto de la población.

Ante las medidas generales de presión, quizá nos pueda resultar más fácil caminar solos, para aislarnos y protegernos, pero seguro que a nadie le merece la pena que sea así (S. Godin). Perdón, al poder sí.

José Manuel Navarro Llena

www.twitter.com/@jmnllena

 

 

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