Hubo un tiempo en el que lo importante no era el volumen de ventas que un comercio o una compañía obtuviera, sino la forma en la que estos satisfacían las necesidades de sus clientes, tratándolos como personas y no como meros consumidores (T. Levitt).
Lógicamente, cuanto mayor fuera la satisfacción de los clientes mejores serían los ratios de rentabilidad o de retorno de la inversión realizada, por incremento de la cuota de mercado y de las ventas. En este caso, el efecto sería proporcionado a la causa que lo originase (Aristóteles), siempre y cuando se mantuviera esa relación de causalidad entre satisfacción y ventas.
Pero ¿qué ocurre cuando las empresas se preocupan y ocupan más de lo segundo que de lo primero? La respuesta es fácil: el efecto de la impaciencia por el incremento de las ventas nunca va a ser la atención y satisfacción de las personas, ya que éstas serán tratadas como medios o instrumentos para alcanzar los objetivos de negocio (medidos en conceptos tan poco atractivos como es el EBITDA) y la prioridad será colocar a discreción productos o servicios.
Esto, por desgracia, lo experimentamos diariamente en todos los sectores, aunque el que más ha destacado por su “atrevimiento” ha sido el financiero. Donde, además, la consecuencia ha sido que los menos favorecidos económicamente han perdido su dinero, su casa, su empleo y, en algunos desgraciados casos, la vida; mientras que las entidades y sus dirigentes han mantenido su posición, incrementado sus beneficios y salvado su estatus social. Es decir, la desigualdad en la obtención de ingresos sigue creciendo a favor de los ricos mientras que los pobres son cada vez más propensos a seguir siendo pobres.
Cuando se observa la historia, uno quiere pensar que ello es consecuencia de los modelos de economía instaurados a costa del progreso intelectual de los pueblos y contra la conservación del medioambiente, de las falacias epistémicas defendidas por neoliberales galardonados con el Nobel, de las teorías y las prácticas enseñadas en prestigiosas escuelas de negocios… En cambio, nos tenemos que rendir ante la evidencia: está en la propia naturaleza del hombre.
Y cuando me refiero a naturaleza no quiero decir esencia, pues de ello se ocuparía la filosofía (para la que reservo el último párrafo), sino a su propia neuropsicología y su influencia en el comportamiento de las personas ricas y pobres. Muchos estudios han sugerido que los individuos con bajo nivel socioeconómico tienden a tener conductas más imprudentes, autodestructivas, indisciplinadas e impetuosas. Lo que, en el terreno económico, se traduciría en una mala gestión de sus finanzas y en la compra impulsiva.
Pues bien, lo que se ha demostrado es que la precariedad y la pobreza provocan una mayor “carga cognitiva” (cognitive load) en aquéllos que en las personas sin escasez económica, por estrés o resignación ante la incertidumbre, alimentación y salud deficientes, falta de objetivos y desorden de horarios (A. Mani).
Esta “carga cognitiva” influye sobre la corteza prefrontal del cerebro en la que se codifican las funciones ejecutivas, la regulación emocional, la planificación a largo plazo y la toma de decisiones. Cuanto mayor sea la “carga cognitiva”, mayor será la afectación de esas funciones prefrontales y, por tanto, peores serán las respuestas conductuales ante cualquier problema o situación mínimamente compleja. Es decir, si ser pobre ya es un problema en sí mismo, sus circunstancias hacen mucho más difícil la salida de esa situación porque el esfuerzo para mantenerse a flote conlleva una menor capacidad para encontrar soluciones adecuadas o tomar decisiones acertadas (R.M. Sapoplsky).
En cambio, la ausencia de esas situaciones de estrés económico y emocional se traduce en una mejor capacidad para planificar el futuro y afrontar dilemas de cualquier índole. Pero tiene su parte negativa: la prosperidad económica puede conllevar comportamientos egoístas y poco compasivos como consecuencia de su independencia económica (P. Piff y D. Keltner). Esta pérdida de capacidad de empatía hace que valoren la codicia y la ambición como motores de la economía e, incluso, como bienes sociales que es necesario preservar.
No se trata de hacer un análisis simplista ni generalista de lo expuesto, ya que sería como afirmar que a los pobres no les queda más remedio que serlo y que los ricos son unos afortunados comprometidos consigo mismos y su riqueza. Pero, si observamos la realidad que nos rodea, comprobaremos que la brecha social y económica entre unos y otros se hace cada vez más evidente. Y que los primeros sobreviven en una espiral descendente de la que es difícil salir, mientras que los segundos se ocupan de que aquéllos no puedan salir de ese estado de indefensión, en el que las decisiones no serán acertadas y el consumo podrá ser dirigido compulsivamente.
Aquí las compañías tienen una alta responsabilidad para ayudar a romper ese círculo vicioso, abandonando la miopía del marketing que pretende centrarse más en las ventas que propiciar el beneficio de la sociedad. Y han de abundar en el principio aristotélico que defiende los principios éticos y las reglas a las que debe someterse la conducta humana para actuar moralmente.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena