Hace unos años, diversos medios de comunicación se hicieron eco de la iniciativa llevada a cabo por el Washington Post para abrir un debate público sobre valor, arte y contexto. Para este experimento contaron con la inestimable colaboración del joven virtuoso del violín Joshua Bell y el involuntario auditorio de los usuarios de la estación L‘Enfant Plaza, en Washington D.F.
Pocos días antes, las personas que habían presenciado un concierto de aquel músico en el Boston Simphony Hall llegaron a pagar cientos de dólares y hacer largas colas con la esperanza de llegar antes de que colgasen el cartel de “sold out”; en cambio, los usuarios de la estación pasaron delante de él sin prestarle a penas atención, ni entregarle siquiera unos pocos centavos. De hecho, la recaudación total no llegó a una treintena de dólares.
Con este experimento se puso en evidencia el valor que le damos a las cosas, y en este caso al arte, en función del contexto en el que se encuentran. Pero cuidado, no es lo mismo el valor que le damos a algo que el precio que nos cuesta.
El precio tiene que ver con el sistema de intercambio entre el objeto que alguien posee (o que produce) y el dinero sobrante que otro individuo tiene para poder pagar por ello, en caso de necesitarlo. Este es el sistema básico de la economía.
Y el valor está relacionado con las expectativas de satisfacción que el objeto (producto o servicio) puede provocar en quien lo compra, y con la imagen de excelencia que el vendedor trasmite a través de unos atributos de calidad asociados a su marca. Este es el modelo de la actual economía de mercado.
Hasta aquí nada nuevo, ya lo decía A. Machado, “es de necios confundir valor y precio”. Y lo han venido refrendando experiencias en todos los sectores, desde el vinícola al de la automoción, en los que no sólo han puesto de manifiesto la importancia del contexto en el que se vende un producto, sino también los que aportan valor percibido como su cosmética (diseño, materiales, olores, colores, sonido… todo lo descubierto por los sentidos), la historia o el ritual asociado a la marca y, sin duda, el precio.
En su conjunto, todos los atributos que apreciamos de un producto o un servicio hacen que accedamos a pagar más o menos si lo que esperamos disfrutar al adquirirlo, y luego al usarlo, nos parece que merece la pena su coste. De ello, la neuroeconomía ha profundizado en los últimos años en cuanto a cómo nos enfrentamos a la toma de decisiones en clave financiera, obteniendo muy interesantes resultados extrapolables a asuntos tan aparentemente distanciados como son el altruismo o el racismo.
Y tras la neuroeconomía, el neuromarketing entró en escena ampliando la aplicación de la neurociencia a las diferentes herramientas del marketing para obtener indicios de cómo responde el cerebro humano frente a los estímulos que las empresas les lanzan para ejercer la persuasión como mejor estrategia para la venta. Casi dos décadas han mediado desde que se hicieran las primeras experiencias y, en este tiempo, muchos son los mitos que han surgido en torno a estas nuevas disciplinas.
El primero se refiere al aún no comprendido totalmente funcionamiento del cerebro, lo que implica que gran parte de los trabajos en neuromarketing se rodeen de un cierto enigma y que quien los defiende se erija en el “elegido” para poder explicar su misteriosa eficacia. Eficacia que, la mayoría de las veces, es proclamada porque han conseguido responder a todas las preguntas posibles. Y aquí está la segunda leyenda, ya que un estudio serio sólo puede contestar a unas pocas, muy pocas, preguntas.
Si el estudio está bien diseñado, los instrumentos para medir la actividad neuronal pueden ayudar a interpretar qué zonas presentan una mayor o menor activación, lo cual no quiere decir (tercer mito) que ello esté relacionado con un pensamiento o con un deseo, sino con los niveles de consumo de oxígeno o con las reacciones electroquímicas de las neuronas, por ejemplo, que han de ser interpretadas y contextualizadas con precisión por neurofisiólogos expertos.
Pero que esté bien diseñado no es sólo responsabilidad de los científicos, sino de los profesionales de marketing en cuanto que han de saber qué objetivos buscan, cómo quieren llegar a ellos, para qué perfiles de clientes, con qué propuestas y qué esperan encontrar. Algo que también se hacía con los métodos tradicionales de investigación de mercados tan cuestionados o ensombrecidos por las nuevas técnicas de “preguntarle al cerebro” directamente en lugar de a los consumidores (cuarta leyenda).
En el fondo, como defensor de las técnicas de neuromarketing, lo que esperamos se produzca con rapidez es la desmitificación de sus resultados y la desbanalización de su objetivos. Cuando el marketing como ciencia se alía con la neurología como ciencia, no caben mitos ni leyendas, lo más prudente es aferrarse a métodos probados, a profesionales reputados, a criterios éticos, a una estrategia definida y solvente y, sobre todo, a no dar ninguna conclusión por absoluta ni excluyente.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena