Cerebro de derechas. Cerebro de izquierdas.

Abril, 2054. John Anderton, jefe de la fuerza especial de la policía “Precrimen” en Washington DC, es el centro de una conspiración oficial para inculparle del inminente asesinato de Leo Crow. Tras descubrir la trama urdida para acusarle del crimen aún no cometido, planea secuestrar a una de los tres “precognitivos” que adivinan el futuro para que un hacker pueda extraer sus visiones del pasado y así intentar recomponer la realidad de lo sucedido y anticiparse a lo que está por suceder. En su huída, atraviesa un centro comercial en el que los grandes paneles publicitarios le identifican leyendo su retina, le llaman por su nombre y le hacen una oferta personalizada de productos basados en sus gustos, historial de consumo y su personalidad…

 

 

Abril, 2012. Una ingente multitud de personas sale y entra diariamente en un gran edificio de oficinas en el centro de México DF. A su paso, gran parte de ellas observan un panel luminoso que expone la imagen de campaña de uno de los candidatos a la Cámara Alta del Congreso. Desde el interior del cartel publicitario, sin que los viandantes se percaten de ello, una videocámara especial registra sus expresiones para detectar una de las seis emociones básicas que exteriorizamos inconscientemente ante cualquier estímulo. Con la información recabada cada día, los expertos del aspirante a presidente rehacen la estrategia de comunicación hasta ajustarla al gusto de la mayoría de los ciudadanos…

Hasta aquí, pudiera parecer que lo relatado son dos escenas extraídas de sendas películas de ficción. Y es cierto en parte: la primera es de la película Minority Report (2002) de S. Spielberg. Pero la segunda fue una de las técnicas que, junto con otra serie de herramientas para medir la respuesta neurofisiológica de sus votantes, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) usó durante la campaña de 2012 para garantizar la elección de Peña Nieto. Y lo consiguió.

La utilización de este tipo de métodos basados en la aplicación de la neurociencia ya no nos son extraños en el ámbito de la política. De hecho, como señala K. Randall en un reciente artículo publicado en The New York Times, además de las encuestas convencionales y el consejo de asesores especializados, cada vez es más frecuente apoyarse en diferentes herramientas como la neuroimagen, la electroencefalografía, la respuesta galvánica de la piel, el registro de las microexpresiones faciales, la electrocardiografía, etc, para observar cuál es la respuesta del cerebro de los votantes ante la propuesta de los partidos y de sus candidatos.

Es decir, acercarse a lo que piensan los ciudadanos con más objetividad y precisión es lo que han tratado de hacer, con diferente resultado, algunos partidos políticos antes de las últimas elecciones llevadas a cabo en Turquía, USA, El Salvador, Francia, Brasil, México, Argentina, Polonia, Rusia, El Salvador, Colombia, Costa Rica y, también, en España.

La práctica de la “neuropolítica” no está exenta de críticas por parte del mundo científico y académico, las cuales hay que considerar ya que no están basadas en la inexistencia de fundamentos sino en cómo se experimenta y cómo se interpretan los resultados. De hecho, los exagerados pronósticos de éxito no fueron en todos los casos corroborados por las urnas, lo cual pone en entredicho el procedimiento y los protocolos llevados a cabo tanto por los vencedores como por los perdedores.

No obstante, la base neurocientífica que explica, a través de la medición de la actividad neuronal, la predicción de conductas como la intención real de voto frente a la elección de un candidato, está avalada por numerosos experimentos realizados en laboratorios (entornos controlados) de diversas universidades prestigiosas y por las mejores empresas de investigación de mercados (Nielsen, Ipsos y Kantar), las cuales no hacen públicos los resultados ni quiénes son sus clientes, por obvias razones.

En relación con esos estudios están los que correlacionan las estructuras cerebrales con la orientación política de las personas (P.R. Montague), de manera que podemos decir que, con diferentes matices, nos encontramos con unos cerebros más progresistas y otros más conservadores en función de que presenten más desarrolladas algunas estructuras que otras (R. Kanai). Por ejemplo, en los primeros, aparecen más grandes la corteza cingulada anterior (relacionadas con la habilidad para manejar información diversa y discordante), la ínsula izquierda (responsable de modular los mecanismos empáticos) y las áreas implicadas en la creación de vínculos sociales no familiares. Mientras que en las personas más conservadoras aparecen más desarrolladas la amígdala, estructura responsable de la evaluación del riesgo, y las áreas que fortalecen la conexión con familiares y amigos (D. Schreiber).

Esto explicaría que los progresistas tiendan más a experimentar diferentes opciones y tengan una menor percepción del riesgo mientras que los conservadores sean más sensibles a éste y se encuentren más seguros en sus círculos íntimos. De hecho, en el panorama político, los partidos de derechas siempre mantienen una férrea posición de votantes fieles mientras que los de izquierdas sufren la fragmentación en varios partidos y la variabilidad del voto.

Para muestra, el resultado de las recientes elecciones generales y la histórica desunión de los votantes de izquierdas.

 

José Manuel Navarro Llena

@jmnllena

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