“Medir es fabuloso. Salvo que te dediques a medir lo que es fácil de medir, en lugar de lo que es importante”. Seth Godin
Muchos autores especializados en gestión empresarial opinan que, en el último medio siglo, las compañías y la forma en la que sus empleados trabajan en ellas han cambiado al mismo ritmo que lo han hecho el entorno empresarial y, obviamente, la tecnología. Parece razonable pensar que esto ha de ser así debido a que las empresas están integradas en la sociedad y, además, son causa y consecuencia al mismo tiempo de efecto de su actividad sobre su entorno, natural y humano.
Por tanto, no pueden en esencia estar al margen de la evolución de todo lo que les rodea y permanecer estancadas en modelos decimonónicos cuando esto podría condicionar su supervivencia por simple inadaptación. Lo que en teoría es fácil deducir en este último sentido, en la práctica nos encontramos con que sólo un porcentaje muy bajo ha conseguido hacerlo realidad mediante una adaptación a los cambios sociales y tecnológicos que no ha resultado ser progresiva sino radical.
El comportamiento y las formas de relación de las sociedades del siglo XXI no tienen nada que ver con las del siglo pasado. Ni a nivel personal, profesional, económico, comercial o cultural podemos hablar de progreso sino de disrupción. Y en todo este trascurso, las nuevas tecnologías han tenido mucho que ver porque han ayudado, cuando no impuesto, a que la visión y la naturaleza de los procesos de trabajo también cambien radicalmente.
En cambio, aún permanecen arraigados con fuerza los antiguos métodos de gestión, los de “aquí toda la vida se ha hecho así”. Métodos que se perpetúan por pura repetición (o incapacidad de sus directivos) aunque se acompañen de costosos y modernos sistemas tecnológicos. La automatización extrema, la acumulación de información, la simplificación de procesos, el cumplimiento normativo, las alianzas estratégicas, los ratios de productividad y eficiencia…, son variables que han sufrido importantes ajustes para lograr una mayor competitividad; pero en el plano humano aún se siguen ejecutando la obediencia ciega a los férreos procedimientos, la disciplina laboral jerarquizada, el incentivo económico por cumplimiento de objetivos y el miedo como mecanismo para retener el talento.
Este hecho se ha puesto en evidencia en un reciente estudio realizado por la consultora Gallup en 142 países, con una muestra de casi 50.000 empleados. En él se revela que sólo el 13% de los trabajadores se sienten comprometidos con su empresa, el 63% no lo están y el 24% están “activamente no involucrados”. Estos datos deberían llevar aparejada una importante preocupación por la necesidad de no sólo comprender y utilizar las habilidades y talentos de las personas, sino también de mejorar la capacidad para garantizar que los trabajadores estén en los puestos correctos y se cree la necesaria conexión emocional con la empresa, como concluye Gallup.
En el otro extremo, encontramos compañías que intentan aplicar una nueva estrategia de gestión de recursos humanos denominada “employee engagement” o compromiso del empleado. Con ella, toda la organización se preocupa por conseguir una implicación mayor y real de los empleados con la empresa y sus objetivos a través del compromiso de proporcionarles mayores grados de satisfacción, bienestar y motivación. Lo que redundará necesariamente en la mejora de su calidad de trabajo y, por tanto, de vida. El reto es lograr una adecuada conexión emocional entre el colaborador (no empleado) y la empresa. Aunque esto no se logra dibujándolo en un plan estratégico sino aplicando un profundo cambio cultural de toda la organización. Empezando por los responsables de enfocar, liderar y sostener ese cambio.
El “employee engagement” se apoya en el salario emocional (motivación intrínseca) como una de las variables fundamentales para fortalecer y mantener el vínculo entre empresa y empleado, lo cual conllevará mejores ratios de productividad a través del enriquecimiento de las ideas, la solución de problemas y, sobre todo, de la cooperación e interrelación de los talentos individuales. Algo que redundará necesariamente en la consecución del pretendido y perseguido “customer engagement” o compromiso del cliente.
Caddell, tras analizar y evaluar el cambio organizativo de la empresa Zappos hacia un modelo de halocracia, o sistema de organización en el que la autoridad y la toma de decisiones se distribuyen de forma horizontal en lugar de ser establecidas por una jerarquía piramidal, abunda en su creencia en los valores de la auto-organización y la autogestión porque cree en el poder de la acción humana. Por ello, está convencido de que las organizaciones deben hacer todo lo posible, dentro de lo razonable, para potenciar las capacidades y aspiraciones de sus empleados. La innovación de estas organizaciones no se justifica con cuentas de balance y objetivos crípticos, sino con la implicación de los trabajadores propiciando cambios que les hagan sentirse mejor, importantes, útiles y productivos cuando realicen su trabajo.
Para lograr esa conexión emocional, el objetivo no es conseguir la involucración y el compromiso de los empleados, debe ser el camino diario.
José Manuel Navarro Llena.
@jmnllena