No Cash

Nos hemos acostumbrado a que los escándalos de corrupción salpiquen diariamente los medios de comunicación con tanta normalidad que ya los vemos como algo que pertenece al paisaje. Al mismo por el que transitan las imágenes de refugiados sufriendo la agonía de su destino, o miles de ciudadanos oprimidos y traicionados por sus propios gobernantes o sacrificados por la tiranía de ideologías o religiones que perdieron la humanidad tan pronto como hicieron creer que el perdón sólo es privativo para quienes portan sus estandartes o proclaman su credo.

La indignación por las corruptelas de los políticos, el fraude fiscal de los “pudientes” o la avaricia insolidaria de algunos banqueros, nos dura el tiempo de la noticia y poco más. Como poco más hacemos que quejarnos en nuestros círculos cercanos o, tal vez, alguna tímida manifestación en redes sociales o en la calle. Es cierto que hacemos buenamente lo que podemos. Pero, lo que realmente podríamos hacer ¿queremos hacerlo?

El denominador común en esos casos de corrupción es el trasiego de dinero no declarado, la gran mayoría de las veces en efectivo o camuflado en instrumentos financieros opacos. Al dinero en “negro” o en “B” es difícil ponerle nombre y apellidos, transita anónimo para beneficiar a unos pocos y perjudicar a muchos. La alternativa para evitar esta situación es retirar de la circulación la mayoría del dinero en efectivo y favorecer las transacciones con dinero digital.

No es una propuesta descabellada sino realista que algunos países ya han puesto en marcha, como Dinamarca. Otros siguen sus pasos, como Noruega, Suecia y Alemania, para legislar la restricción de los pagos en efectivo y fomentar el uso de alternativas de pago como las tarjetas de crédito, los dispositivos móviles y los wearables.

No tratan de sumarse a la moda de lo digital sino de aprovechar los avances de la tecnología para, apoyándose en factores culturales y de confianza, abrir un nuevo marco de relación entre quien paga y quien cobra para facilitar la transacción de manera sencilla y segura, aunque ello suponga dejar “rastro” de lo que se hace con el dinero.

Y me refiero a factores culturales y de confianza porque es crucial que la adopción de las nuevas formas de pago no sea impuesta sino demandada. Es el caso de Dinamarca, donde más del 75% de los ciudadanos usan de forma natural las formas de pago alternativas al efectivo. En España, por ejemplo, no llegamos al 25%.

Si bien el proceso de transformación digital de la sociedad en general es ya un hecho imparable, con especial incidencia en algunos sectores en los que se están modificando los paradigmas establecidos (recordemos el papel de las fintech e insurtech en los ámbitos financiero y de seguros), le debe acompañar la voluntad y el compromiso de las personas para cambiar algunos hábitos y, sobre todo, admitir sumarse a procesos de transparencia regulados.

Ante todo hay que preservar y respetar la libertad de un individuo para elegir la forma de pago que quiera entre los instrumentos que tenga a su alcance y que la legislación y la tecnología le permitan. Y la empresa que ha de recibir ese pago ha de aceptarlo …, o no, pues también podrá hacer uso de su libertad para admitir o rechazar el medio que el cliente le proponga.

Lo importante es que la sociedad en general no permita conductas que favorezcan la economía sumergida, el movimiento de dinero de origen dudoso, la aceptación de pagos ilegales y el fraude en operaciones que terminan por perjudicarla en su conjunto.

En nuestro país, si individualmente somos capaces de adoptar la tecnología para realizar multitud de tareas profesionales, para favorecer y ampliar las relaciones personales, para obtener e intercambiar información, etc., resistirnos a usarla para algo tan cotidiano como pagar un café o comprar el periódico no es coherente. O, al menos, no tiene una defensa lógica.

En algunos países, como los indicados anteriormente, la adopción natural de los medios de pago electrónicos se produce paralelamente a la llamada “disrupción digital” o entorno en el que convergen las habilidades digitales, la tecnología, los intermediaros y la inversión en activos que aceleran los procesos de crecimiento económico. La confluencia de estos factores permite el florecimiento de la “economía digital”, aunque acompañados también por la capacidad de las empresas para generar negocio combinando estratégicamente los canales online y offline. Y, sobre todo, respaldados por la cultura digital de los ciudadanos, referida no tanto a las competencias y destrezas digitales (algo que los segmentos más jóvenes ya han desarrollado), sino a las reglas de relación y valores sociales que deben primar para favorecer el bien común.

Este último aspecto es crucial ya que, en el terreno de los pagos, puede implicar la pérdida de privacidad debido a que todas las transacciones electrónicas dejan un rastro que es registrado en algún “big data” que permite la construcción de perfiles conductuales de los consumidores para realizarles ofertas personalizadas y, también, evita el fraude ya que son fácilmente controlables.

Y aquí es donde radica la cuestión fundamental: ¿estamos dispuestos a que administración y empresas sepan cuánto y en qué gastamos nuestro dinero?

José Manuel Navarro Llena.

@jmnllena

 

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