Hablar de ética es complejo en cualquier ámbito, máxime en éste donde la evolución de las nuevas tecnologías deja obsoletos normativas y códigos asimilables desde otras áreas afines.
En términos sencillos, por ética entendemos aquellas normas que regulan el comportamiento de las personas tanto en el terreno individual como, y sobre todo, en el colectivo, haciendo referencia a la escala de valores o principios que han de prevalecer para procurar el bien o evitar el mal. Entre ambos extremos predominará la moral de la persona para actuar en un sentido u otro, e incluso, en el caso más negativo, para infringir el mal.
Ética y moral las solemos confundir, pero para aclararnos podemos decir que la primera son las normas y costumbres para lograr una vida individual y social orientada al bien común, mientras que la segunda se circunscribe a la manera de vivir.
Ya en el terreno económico, rescataremos las aportaciones de A. Smith en su “Teoría de los sentimientos morales” (1759) relativas a la práctica de la benevolencia y la no búsqueda del interés propio, a la justicia, a la generosidad y al espíritu público como cualidades que son más útiles para el conjunto de la sociedad. También apunta que la eficiencia del mercado se ha de sustentar en la transparencia, la ausencia de corrupción y en evitar manipulaciones fraudulentas en los intercambios comerciales.
Si estos conceptos los aplicamos a cualquier entorno financiero vemos que, en la actualidad, hay un déficit importante de moral debido a las malas prácticas que se han detectado en un gran número de entidades (no podemos referirnos a ética puesto que las normas sí que están definidas). Pero si lo trasladamos al entorno digital y a las emergentes empresas tecnológico-financieras podemos encontrarnos con dos situaciones adversas: la falta aún de regulación y de descripción del código ético que normalizará las relaciones entre todos los agentes intervinientes, y el mal ejemplo que pueden haber recibido de la praxis bancaria causante del descalabro económico global.
En este contexto, aunque se está avanzando en la regulación de las “Fintech” y existe una Ley que regula la emisión y el procesamiento de dinero electrónico, lo más preocupante es que se repitan conductas (la moral) a partir de la réplica del tipo de operaciones que se han venido realizando en la banca convencional, aunque ahora con medios y canales más autónomos para el usuario y transacciones más rápidas y desintermediadas.
Una apuesta importante que han de realizar las nuevas empresas Fintech (e Insurtech), es la creación de servicios de valor añadido, diferentes a los convencionales, para hacer que se impulsen los medios de pago digitales entre una población dispuesta a adoptarlos pero aún renuente debido a la desconfianza general en el sector, a pesar de que (sobre todo las nuevas generaciones) se muestran más dispuestas a iniciar relaciones con las llamadas startups financieras que con la banca convencional.
Pero aquí nos encontramos también con dos efectos negativos: que los grandes bancos se han orientado rápidamente hacia el modelo Fintech y están poniendo recursos y esfuerzos para respaldar a las empresas tecnológicas emergentes, creando incubadoras y aceleradorasa, bajo la excusa de acometer una revolución digital en el seno de sus instituciones y, por otro lado, las operaciones que se procesan no dejan de ser las típicas pero todavía con un escenario comercial en fase de crecimiento inicial, con pocos proveedores de servicios y un mercado fragmentado con escasos adquirientes.
Facilitar el pago a personas, administraciones y empresas, recibir dinero de otros particulares o de instituciones, acceder al crédito de forma ágil y a menores tasas, negociar seguros de una forma más transparente y con primas más bajas, colaborar comunitariamente en proyectos personales o de asociaciones sin ánimo de lucro, etc., son ya realidades que distan de los modelos convencionales sólo por la tecnología, el agente proveedor y por el precio.
Los dispositivos móviles han cambiado el contexto y las formas de relación, pero ello no debería implicar el diseño de una estrategia digital específica para los usuarios más tecnológicos, sino el cambio de la estrategia empresarial para poder operar en un entorno digital con unas demandas, cultura y expectativas diferentes.
En este sentido, las nuevas empresas deberán plantear una estrategia de posicionamiento particular que requiera tener en cuenta los atributos de diferenciación, singularidad y valor añadido aportado. Y habrán de alinearla con los criterios que los usuarios priorizan para decidir adoptar el sistema propuesto, a saber: utilidad, riesgo/oportunidad, exclusividad y precio.
Muchas de estas condiciones consiguen alcanzarlas, pero el problema es ser realmente diferenciales no por tecnología sino por los servicios de valor aportado. Y estos no son las típicas ventajas en precio vía recompensa (descuentos, cashback, etc), en el caso de pagos móviles, ni soluciones de “mobile marketing” más o menos ocurrentes, ni aceleradores de contratación de créditos o seguros promocionados vía menor costo…
Los usuarios básicamente buscan simplicidad, transparencia y sentido de justicia en el intercambio comercial y las empresas deben aportarles soluciones personalizadas en esa línea, no ofrecer productos o servicios concretos a cambio de una tarifa especial por canal digital.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena