LA BANCA NECESARIA

He de serles sincero: nunca tuve la intención de trabajar en una entidad financiera. Y, sin embargo, allí estuve casi siete lustros. Cuando se tienen quince años y la aspiración es ser etólogo, la referencia más cercana a aquella profesión es haber leído “El Mercader de Venecia” de Shakespeare. Un ejemplo nada edificante para acercarse al mundo de las finanzas.

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Y allí me vi, en una caja de ahorros a la que accedí por oposición con la intención de estar poco tiempo. Pero la realidad fue que descubrí una profesión en la que se podía ayudar a las personas, en la que el esfuerzo diario era compensado porque una parte muy importante de los beneficios era destinada a acercar la cultura a la sociedad, a ayudar a que servicios sociales y asistenciales de nuestros pueblos mejorasen, a que los hijos de personas con precariedad económica pudieran empezar a disfrutar de una educación infantil adecuada, a favorecer la inclusión financiera en zonas aisladas de nuestra geografía…

Y aquella profesión la aprendí cuando no estaban de moda palabras como “management”, “liderazgo”, “coaching”, “mentoring”. Y, sin embargo, tuve la suerte de recibir lecciones de compañeros que no sólo me instruyeron sobre el negocio, los procedimientos, las buenas prácticas y las posibilidades de ir mejorando cada día, sino que también me transmitieron modos y maneras que, a su vez, habían aprehendido de sus predecesores.

También recibí formación académica relacionada con mis funciones, pero de nada me hubiera servido sin la trasladada a través de la experiencia de quienes me enseñaron a pensar que el cliente era el centro de nuestra actividad. Luego, en marketing le hemos llamado a este principio básico “Customer centric”. Antes, el conocimiento del cliente lo sustentaba la red comercial (los directores de oficinas, los interventores, los empleados de ventanilla), y ahora recae sobre las grandes bases de datos cuya gestión está orientada a controlar y medir la eficiencia de las acciones comerciales con el cliente (vía índices de rentabilidad), no a procurar su satisfacción y preocuparse por sus necesidades reales y dar solución a sus problemas cotidianos.

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Además de una profesión, tuve la suerte de descubrir lo que a mediados de los años ochenta empezaba a conocerse como marketing. Y del conocimiento pasé a la pasión porque descubrí que la estrategia de una empresa, para relacionarse con su mercado y hacer que éste se beneficie de su actividad, se teje en sus entrañas. En mi biblioteca se amontonan unos trescientos libros sobre marketing, y créanme si les digo que en muchos de ellos sólo he visto reflejada la teoría de lo que ya habíamos puesto en marcha en aquella caja de ahorros.

El sentido real del trabajo en equipo permitió que antes de que se inventase la palabra CRM (Customer Relationship Management) habíamos desarrollado planes de fidelización a largo plazo; antes de que las redes sociales irrumpieran en nuestras vidas habíamos impulsado acciones de relación entre colectivos afines, antes de que las nuevas tecnologías transformaran los sistemas de pago habíamos creado diversas opciones y medios para facilitar las compras y su financiación en miles de comercios adheridos.

En fin, no les quiero aburrir con excelencias que pudieran parecer las “batallitas del abuelo” porque, por edad, aún no he alcanzado esa categoría. Pero hubo un momento en el que la aspiración por desarrollar proyectos diferenciales e innovadores fue substituida por otros parámetros más especulativos y orientados, no al cliente, sino a la obtención de beneficios a corto plazo y a la emulación de comportamientos más propios de la banca de inversión que de la banca social o comercial. Las razones de este cambio de rumbo son de sobra conocidas: partidos y líderes políticos promovieron la entrada en vigor de la Ley de Regulación de las Cajas de Ahorros en 1985 y sus posteriores reformas parciales, de cuya aplicación hemos vivido sus consecuencias.

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Casi 100.000 empleados habrán sido despedidos en una década, desde 2008, y más de 15.000 sucursales habrán sido cerradas. Imagínense la cantidad de conocimiento perdido imposible de ser recuperado, la enorme merma de puntos de contacto entre clientes y entidad que provoca huídas a la competencia, la famélica capacidad de innovación sometida a una absurda obsesión por la digitalización cuando la adopción por parte de los clientes exige otro lenguaje, otro modelo de relación y otros niveles de confianza.

Y piensen que los impulsores de todo este cambio no son los empleados que acatan las instrucciones que se les dan bajo amenaza, sino los que un día llegaron a puestos de decisión, jugando a ser banqueros, sin haber aprendido de sus mayores (aquí sí vale la expresión “en edad, saber y gobierno”) la regla fundamental del respeto al cliente y al empleado. Colectivo este último que se ve sometido a la presión (comprensible) de los clientes y la presión (insostenible) de sus superiores, para luego ser despedidos como mecanismo de ajuste del balance. Al que también le vale incrementar los ingresos vía comisiones a clientes, muchas veces injustificadas e injustas.

Estoy convencido que es necesario volver a otro modelo de banca. ¿Y usted?

José Manuel Navarro Llena

@jmnllena

 

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