Economic cerebri

En cierta ocasión, K. Weed comentó que “los profesionales del marketing necesitan interactuar con los consumidores como personas, no como consumidores. El término consumidores no ayuda. Una vez que uno comienza a observar la vida de las personas, éstas no son un par de axilas en busca de desodorante ni una cabeza con pelo en busca de champú. Son personas con una vida plena, que afrontan muchos desafíos en un mundo sometido a rápidos cambios”.

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Lo cierto es que tradicionalmente las empresas han entendido, y organizado en torno a este concepto, las relaciones existentes entre ellas y el colectivo de personas que eligen su marca entre otras muchas para satisfacer las necesidades de consumo de determinados productos o servicios. También se les ha llamado clientes y público objetivo (cuando no target). En todos estos sustantivos subyace un vínculo asimétrico en la medida que son el “trozo de mercado a conquistar”, un conjunto de datos que explotar para conseguir mayores ratios de venta y, por tanto, obtener mayores beneficios cada año y mejores cifras que la competencia. De hecho, muchos manuales de venta fueron escritos usando términos del argot militar (¿recuerdan el famoso “marketing de guerrilla”?).

Pues bien, en una década en la que el uso del término “persona” reclama mayor protagonismo para poder establecer relaciones más directas y simétricas entre las dos partes que intervienen en una actividad comercial, la empresa que parecía estar al lado de las personas proveyendo de herramientas para acercar y crear sintonía entre individuos de diferentes partes del mundo, se ha destapado como una compañía al uso de las que creen tener el poder sobre el mercado. Facebook, no solo se ha librado de pagar impuestos en los países en los que opera y se ha reservado el derecho de no explicar lo que hace ni cómo lo hace (que hasta cierto punto se puede entender como un privilegio conquistado por el hecho de aparentemente no vender nada material), sino que ha dado un paso más destapando la caja de los truenos respecto del abuso en el tráfico de datos, sociodemográficos y de personalidad.

La maniobra de Cambridge Analytica de lanzar encuestas en la famosa “red de redes” para captar datos para uso académico y luego tratar la información cediéndola para diseñar estrategias de captación de voto en las elecciones de 2016 en USA, ha supuesto un grave delito que los tribunales tendrán que valorar pero, sobre todo, ha significado un importante revés para la confianza del sistema. No la que se pueda tener de ahora en adelante en un gigante como Facebook sino, en general, la confianza en el nuevo modelo económico basado en el “big data”. En la recopilación y tratamiento de infinidad de datos, base de la llamada economía digital.

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Segmentar la población ha sido una de las herramientas imprescindibles dentro las funciones del marketing para ser más precisos en el momento de realizar una oferta adecuada a los intereses de una persona. Pasamos de catalogar los segmentos en función de variables sociodemográficas a usar criterios psicográficos para intentar alinear las características del producto o el servicio con los deseos y aspiraciones del potencial “selector” (el que tiene la capacidad de seleccionar o decidir entre varias opciones) de cualquier oferta.

La segmentación por personalidad es lo que ha realizado Cambridge Analytica a través de la plataforma Facebook para determinar los perfiles de más de 100 millones de votantes estadounidenses (según los últimos datos). Estos perfiles fueron usados para dirigir mensajes adaptados (individualizados) con el objetivo de obtener una respuesta concreta, a favor o en contra de cualquiera de las alternativas políticas de las elecciones en las que Trump resultó contra todo pronóstico vencedor.

Esta estrategia no es nada nuevo en el ámbito del marketing y mucho menos en el marketing político. Pero siempre se ha realizado a partir de encuestas en las que los individuos eran conscientes de su finalidad y prestaban su consentimiento para participar en esos estudios, planteados muchas veces como sociológicos. No obstante, lo que ha sucedido ahora es que millones de personas han sido “evaluadas” y posteriormente manipuladas para tomar una decisión dirigida sin su aprobación ni de forma consciente.

En el siglo XIX se acuñó el término “Homo economicus” para definir el comportamiento racional de las personas a la hora de tratar de obtener el mayor beneficio posible a partir de la información disponible y de las posibles alternativas de decisión. Este enfoque considera a las personas como seres fundamentalmente racionales que sopesan, en función de la utilidad y del rendimiento, la elección del objetivo más conveniente al menor coste posible.

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Esto que fue la base de la teoría de la elección racional, también ha sustentado las bases de la microeconomía durante todo el siglo XX. Y también ha sido el modelo sobre el que las grandes compañías, como Facebook, han justificado determinadas acciones para crecer de forma desproporcionada aunque en realidad hayan utilizado otro método relacionado con el “Economic cerebri”.

El problema viene derivado de varias circunstancias: la primera, la propia personalidad del CEO de la “red de redes”, entre megalómano curtido y “peter pan díscolo” que no quiere rendir cuentas a nadie de cómo deduce información sensible de los usuarios a partir de su perfil personal y su actividad, ni lo que después hace con ella; la segunda, que este mismo principio de prepotencia lo lleva al plano judicial y fiscal al no justificar sus acciones ni pagar impuestos en la mayoría de los países en los que está presente; y la tercera y más crucial, al no tener nada material o inmaterial que vender (producto o servicio), los usuarios (sus clientes) se convierten en el producto básico con el que transaccionar y obtener elevados beneficios.

Quizá en el ánimo de los directivos de Facebook ha estado defender que sus usuarios se comportan como aquel “homo economicus” que mencionábamos, base de los modelos económicos del siglo XX, en el que la toma de decisiones es de carácter fundamentalmente racional y su objetivo último es el de maximizar su propio beneficio. Por ello, el individuo es consciente plenamente de lo que hace o decide no hacer cuando se suscribe y hace uso de cualquier red social (actitud racional).

Pero los avances de la neurociencia en las dos últimas décadas nos han demostrado que las decisiones que tomamos, también las de carácter económico, explican muy bien cómo somos cuando ponemos en la misma balanza la tendencia a maximizar la utilidad o beneficio de algo frente a la necesidad de reducir los riesgos o los costes excesivos que conlleva su adquisición. Y ese “cómo somos” está más relacionado con los impulsos emocionales, con los sesgos cognitivos que condicionan la interpretación de la realidad observada, con las influencias del entorno o del contexto en el que hemos de tomar una decisión y con experiencias pasadas que han ido marcando los procesos de memorización.

Es fácil adivinar que esto lo sabían perfectamente en la sede de Menlo Park, California, ya que la base de la vinculación y uso excesivo de Facebook por parte de los usuarios es consecuencia de la dopamina. Ese neurotransmisor, presente mayoritariamente en el hipotálamo, interviene en las respuestas nerviosas relacionadas con la expresión de las emociones y con las funciones de recompensa y motivación.

Las neuronas dopaminérgicas se activan fuertemente cuando se presenta una recompensa inesperada generando una sensación placentera, o se deprimen si no se obtiene y, por tanto, el sentimiento es de displacer y de ansiedad por intentar lograrla. La dopamina es la responsable de que repitamos comportamientos asociados con la obtención de una recompensa y de la capacidad de predecir cuándo no se va a alcanzar. En el primer caso se producirá un incremento elevado de repeticiones para maximizar la recompensa y, en el segundo, se eludirán las conductas que no producen beneficio para evitar la insatisfacción.

El efecto de los “likes” en Facebook, ya lo puede imaginar, es consecuencia de la dopamina y su influencia en muchas personas, que necesitan estar todos los días publicando información para ser recompensadas continuamente.

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La economía del comportamiento, además de poner en relación la conducta humana con los procesos económicos cotidianos (microeconomía), introduce factores clave en la toma de decisiones como son el miedo a la pérdida (o a no ganar), la noción subjetiva de valor frente a precio, o la importancia del altruismo y la justicia en cualquier intercambio o transacción. La evolución ha consolidado en nuestros cerebros determinados mecanismos de recompensa relacionados con las necesidades primarias (alimentación, sexo, seguridad…) para garantizar la supervivencia en condiciones de incertidumbre. Y ello ha condicionado también otros de carácter superior como las de autoestima, orgullo, relaciones interpersonales, obtención de beneficios económicos, etc.

Estos mecanismos están modulados por las emociones, haciendo que los humanos se alejen de la racionalidad de forma consistente (R. Thaler). Su comprensión nos puede acercar de una manera más realista a entender la conducta humana para mejorar las relaciones de intermediación económica y también para predecir determinadas estrategias empresariales que se aprovechan precisamente de ello.

El análisis de las acciones de Cambridge Analytics para las elecciones americanas (y parece que también para el Brexit) ha desvelado una serie de prácticas ilegales, nada éticas y, sobre todo, muy peligrosas al demostrar la capacidad de manipular las decisiones de los ciudadanos apelando al poder emocional del cerebro sobre el racional.

Para A. Damasio, «la actividad cultural comenzó profundamente unida a los sentimientos y esta unión ha permanecido intacta. La interacción, tanto favorable como desfavorable, entre el sentimiento y la razón debe ser tomada en cuenta si pretendemos comprender los conflictos y las contradicciones de la condición humana». Tomemos nota de todo ello.

 

José Manuel Navarro Llena.

@jmnllena

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