Si quiere controlar su libertad de pensamiento y de acción (o, al menos, tener alguna seguridad de lograrlo), le sugiero que una de las cosas que debería platearse es cómo usar las redes sociales virtuales y centrarse en fortalecer sus relaciones personales y sus contactos profesionales de manera directa, sin intermediarios que controlen sus interacciones, sin empresas que extraigan información de su actividad para convertirla en un paquete de datos comercializables, sin lobbies interesados en el perfil psicológico que se puede extraer de sus posts y comentarios para diseñar ofertas a su medida o para conducir su conducta hacia intereses partidistas o ideológicos, sin algoritmos que seleccionen lo que ha de ver e, incluso, decidan por usted haciéndole creer que ha realizado una elección voluntaria y consciente.
Entiendo que habrá quien se sorprenda de la recomendación anterior viniendo de alguien que se dedica al marketing. Pero quizá sea ésta la razón que me mueve a hacerla si entendemos esta disciplina como la actividad de la empresa que le aporta la visión estratégica para ordenar sus procesos internos y estrechar sus relaciones con el mercado en torno al objetivo de crear una oferta (producto o servicio) que aporte un valor diferencial a sus clientes y que contribuya a su bienestar personal y al de la sociedad en general. Esta definición lleva implícita el compromiso de la empresa de alinear sus principios con los de sus clientes en base a un propósito que valga para satisfacer las necesidades de estos, que sirva de referente y estímulo para sus empleados y que, como consecuencia, aporte beneficios (económicos y morales) a sus públicos de interés.
Las herramientas de las que se sirve el marketing para definir esa visión estratégica y trasladarla a su mercado, también ayudan a construir un modelo de relación coherente, consistente, conveniente y estable a lo largo del tiempo, siempre que ese modelo fluya en ambos sentidos. Es decir, desde la empresa al mercado a través de la propuesta de valor de su oferta, de sus mecanismos y canales de comunicación y promoción, de sus políticas de atención al cliente y responsabilidad social, de sus capacidades de innovación y mejora continua en los procesos de investigación, de producción, comercialización, distribución, etc. Pero también desde el cliente a la empresa, además de comprando y recomendando sus productos o servicios, aportando información relevante que pueda servirle para mejorarlos y adaptarlos a sus cambiantes necesidades, sugiriendo las claves que determinarán futuras tendencias o compartiendo ideas que ayuden al perfeccionamiento de sus procesos.
Para que tenga sentido esto último, debe haber un consentimiento expreso por ambas partes y un beneficio mutuo que no solo ha de ser percibido, sino además garantizado para que los clientes sientan, por un lado, que son importantes más allá del volumen de negocio que pueden aportar y, por otra parte, para que la empresa (en su conjunto) escuche y entienda a sus consumidores como si fueran sus socios. En el caso de las redes sociales (cualquiera de ellas), esta biunivocidad parece no cumplirse ni respetarse en la medida que los usuarios se convierten en producto (datos) comercializable e, incluso, en sujeto de estudio para realizar experimentos sociales de cuyos resultados ni consecuencias se les informa.
Recordemos, en este punto, el estudio que Facebook realizó en 2012, en colaboración con las universidades de Cornell y California, para analizar la respuesta de 700.000 usuarios al exponerlos, sin su consentimiento, a contenidos con diferente signo emocional. El objetivo era evaluar si se producía correlación entre la lectura de contenidos positivos o negativos y la posterior publicación de mensajes del mismo signo. El resultado fue una alta correlación; es decir, hubo contagio emocional a través de esa red social. Más allá de las consideraciones éticas y legales sobre la realización del experimento en sí, hay que tener en cuenta la manipulación de emociones y pensamientos de la que cualquier persona puede ser objeto sin ser consciente de ello. No es éste el único caso por el que esta red social ha tenido que dar explicaciones al Senado de los EEUU, no quedando claro el alcance real de los algoritmos que operan debajo de esa red social (ni del resto) y cómo influyen en nuestra conducta y decisiones.
Los seres humanos tenemos una necesidad innata de socializar debido a que la evolución nos ha programado (como a otras especies) para establecer vínculos que garanticen nuestra supervivencia mediante la cooperación, la protección mutua y la reproducción. Una red pequeña puede ser vulnerable a agentes externos, y una grande admite una alta competencia por los recursos. Por ello, nuestra capacidad de procesamiento cognitivo ajusta la cantidad de integrantes de esa red a un número reducido de contactos (150 según R. Dunbar) con los que nos podemos relacionar plenamente.
El defecto o el exceso de conexiones sociales provoca en las personas, en el primer caso, situaciones de depresión, ansiedad, estrés y, a largo plazo, pérdida de memoria y habilidades cognitivas. En el caso de una “hiperconectividad social”, la incapacidad para controlar e interactuar con un elevado número de contactos, genera episodios de frustración, neurosis, dependencia, egolatría, etc.; y abre la puerta a actos de acoso psicológico, escolar, laboral, sexual, etc.
El problema es que no somos conscientes de caer en esas situaciones porque en nuestra capacidad de analizarlas operan sesgos cognitivos (de confirmación, de disponibilidad, de falso consenso, de realismo ingenuo, efecto arrastre,…) que nos ciegan o impiden evaluar con objetividad el alcance de la influencia que ejercen sobre nosotros.
Personajes como J. Lanier (padre de la realidad virtual), T. Harris (jefe de diseño ético de Google), J. Rosenstein (creador del botón “Me gusta”), L. Brichter (creador del panel de actualización de Twitter) o C. Palihapitiya (exejecutivo de Facebook), han dejado las grandes tecnológicas, han abandonado las redes sociales (también impiden que sus hijos las usen) y denuncian que éstas basan su negocio en captar y capturar la atención, estimular la actividad, aumentar el tiempo de uso y vender los datos con fines comerciales y con una ética muy dudable.
El diseño de los algoritmos y de la forma de exponer los contenidos nunca ha sido neutral: se han concebido para que influya en nuestra manera de no percibir los riesgos y de aspirar a la recompensa del reconocimiento. Por ello, y dada la trascendencia de las redes sociales como ecosistema en el que las empresas puedan aplicar un marketing comprometido eficiente, y como espacio de encuentro y suma de voluntades para los ciudadanos, se hace necesaria una decidida y urgente actuación de los organismos reguladores para replantear su función y objetivos, sin fiscalizar ni condicionar la libertad de uso de los particulares, pero vigilando que no se produzcan abusos por parte de estos ni de las grandes tecnológicas.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena