Hace unos días, José María Rotellar (economista de reputado prestigio) manifestaba en el medio “Libre Mercado” que varios colegas analistas han sido señalados por personas cercanas al Gobierno como objeto de persecución al disentir de los argumentos oficiales en sus artículos o intervenciones públicas. De ser cierto, sería un caso más de señalamiento a profesionales que están en desacuerdo con las políticas y estrategias promovidas desde los partidos en el poder, quienes en lugar de atender a opiniones divergentes que puedan ayudar a esclarecer el futuro de nuestra economía, por el contrario, apuestan por prácticas más propias de posicionamientos extremistas y dictatoriales que de convencidos progresistas.
Como les razonaba en mi anterior artículo “Liberalismo, progresismo y sesgos cognitivos” (Diario Ideal 29.08.23), existen claras diferencias entre las posiciones ideológicas del liberalismo y del progresismo, aunque compartan la defensa de la igualdad, la libertad y la justicia. Ambos propugnan también el ejercicio de la libertad de expresión, si bien los progresistas actuales están dando muestras de no respetar este principio, como se ha constatado repetidamente en los últimos meses. Este hecho es preocupante en una democracia, pero mucho más en un país que presume de estar en el grupo de las democracias más avanzadas.
El apalancamiento en la posición de fuerza se caracteriza por la máxima de “quienes no están con nosotros, están contra nosotros”, materializada en la crítica feroz hacia los que no comparten las mismas ideas, a quienes además se les suele tildar de “trasnochados”, “fascistas” o “extremistas”. Un juego dialéctico peligroso que acompaña a las técnicas de anulación del pensamiento individual a favor de la integración grupal; la cual, por otro lado, ha derivado hacia la atomización de pequeños grupos etiquetados con diversas denominaciones para ser rápidamente identificados en su oposición al resto.
Las habilidades y los valores personales han sido substituidos por los grupales mediante un proceso de ingeniería social en el que, indirectamente, ha intervenido el manejo de las redes sociales orquestado por los partidos en el poder y los medios afines. De esta forma, la moral y la ética individual desaparece a favor de las del colectivo, rebajando su carácter absoluto a uno relativo que pueda ser manipulado en función de las necesidades del momento. Así, el comportamiento y las actitudes de sus integrantes contribuyen al funcionamiento ordenado y armonioso del grupo, donde el “humano social” se sienta seguro.
En consecuencia, cualquier “nota discordante” es rápidamente identificada y purgada, no ya por los que imponen las reglas de juego, sino también por el propio grupo que aísla y reniega de quien se ha permitido discrepar o cuestionar el sistema. El “diferente” es apartado porque el grupo no soporta que un semejante se distinga por tener ideas propias y, mucho menos, si se trata de un integrante de otro colectivo. En este caso, hacen valer lo propio (lengua, bandera, ideología, tradición, etc.) de manera exaltada y excluyente para señalar al otro como reaccionario, inferior o elemento a combatir.
La armonía del grupo se deifica hasta el punto de que los que fijan la moral y el pensamiento colectivo se aseguran de que en éste se encuentre la satisfacción ética de cada acción, sacrificando la autonomía del individuo en aras de que nadie se sienta incómodo y de reducir la tensión social, aunque se formulen cuestiones que antes eran impensables mediante narrativas envolventes que algunos entienden, la gran mayoría no alcanza a comprender y todo el grupo acepta y aplaude; es decir, no hay compromiso sino conformidad.
Desde el punto de vista de la psicología social, hay tres tipos de conformidad referidas por H. Kelman: (1) Informativa, cuando un individuo se alinea con la visión del grupo bajo el supuesto de que el resto tiene más conocimiento sobre una situación. (2) Normativa o de identificación, cuando se cede a las opiniones de las personas cercanas o admiradas como palanca para ser aceptado en el grupo. Y (3) de internalización, cuando se aceptan pública y privadamente creencias y percepciones, aunque inicialmente se hubiera estado en desacuerdo.
Los profesionales del marketing que dominan las técnicas de comunicación que impulsan la conformidad en el público objetivo, saben cómo estimular respuestas de pertenencia a un grupo para ser aceptado (o no rechazado) por éste o para modular la percepción de los atributos de una marca, producto o servicio. En la práctica política, la presión que se puede ejercer desde los discursos del poder traslada esa conformidad al pensamiento grupal, haciendo que se tomen decisiones sin una evaluación crítica de las consecuencias. De esta forma, determinados planteamientos pueden pasar por fases (“Ventana de Overton”) que van desde catalogarlos como impensables o inaceptables a ser aceptados y, posteriormente, a verlos como razonables, a popularmente respaldados y, finalmente, a políticamente considerados como coherentes con la legislación vigente o con la que se redacte según conveniencias coyunturales. Entonces, las limitaciones a determinadas propuestas políticas se pueden superar amasando poco a poco la aceptación de la sociedad hasta que se convierten en opciones políticas legítimas que cuentan con un amplio apoyo popular o, en su defecto, con su silencio cómplice.
Bargh, L Burrows y otros autores, definieron hace unos años lo que en psicología se conoce como “efecto camaleón”, que describe cómo la percepción de una conducta de otra persona incrementa automática y pasivamente la posibilidad de imitar o de participar de ese comportamiento para mantener la cohesión social. En el panorama actual, en una sociedad con el pensamiento crítico adormecido, cuídense del abrazo del camaleón.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena