José Manuel Navarro

Blog de José Manuel Navarro Llena

El Valor de la Palabra

Si la libertad significa algo,

será sobre todo el derecho a decir a la gente

aquello que no quiere oír

(G. Orwell)

Escribir con frecuencia en este y en otros medios de comunicación no me otorga el privilegio de “ser” periodista. Sí, acaso, el honor de poder amplificar mis palabras desde tribunas que son apreciadas por sus lectores desde hace décadas. Creo que, para ser periodista, además de profesar cada día entre la redacción del periódico y el murmullo de las calles, es obligado hacer un pacto público con las palabras y su vínculo con la verdad.

En esta responsabilidad sí que me siento periodista. De los auténticos. Los que, de acuerdo con el director de este periódico, Quico Chirino, a través del “compromiso y la palabra se hacen diferentes en una sociedad que tiende a igualarnos y la borrar la diferencia”. En estos tiempos donde la prisa aplasta la cautela y el ruido se disfraza de certeza, la palabra emerge como un vestigio de lo que un día nos hizo humanos. Es una convención silenciosa entre quien la otorga y quien la recibe; un puente invisible que une corazones, mentes y voluntades. Pero ¿qué ocurre cuando olvidamos su peso, cuando su valor se diluye entre la vorágine de lo cotidiano y la urgencia de la “hybris”, de la desmesura?

R. Kapuscinski decía que “La verdadera tarea del periodismo es dar voz a los que no la tienen, a los excluidos y marginados”. Esta voz debe estar comprometida con los principios que defienden la libertad, la igualdad, la justicia y la democracia. Y la verdad. Debe asumir la responsabilidad de transformar la realidad que se distancia de los valores que arman el contrato social que nos hemos dado para crecer como sociedad y como personas. Esa transformación, sin embargo, no sería posible sin la palabra como escudo y, también, como arma. Es ella quien da forma al compromiso cuando el silencio amenaza con devorar el sentido de lo justo.

La verdad es lo que es, y sigue siendo verdad aunque se piense al revés” (A. Machado). En un mundo saturado de falsedades y posverdades, la palabra honesta se erige como el último bastión frente al caos. En ella, el periodista encuentra su refugio y su misión. Las redacciones, otrora templos del humo, de flexos cabizbajos y teclas desgastadas, son hoy salas silenciosas donde el clic de un ratón reemplaza el repiqueteo de los teléfonos. Pero la esencia persiste. Porque la palabra, aunque ahora se empeñe en ser digital, conserva el poder de iluminar las sombras, de gritar donde otros callan, de señalar donde otros miran hacia otro lado. La palabra y su alter ego, el compromiso, no se mercadean.

Decía P.F. Drucker que “el liderazgo se basa en el desempeño, no en la promesa”; para el periodista su desempeño es la palabra cierta y no la promesa de lo deseable, de lo conveniente. La contaminación de los discursos públicos, impregnados de medias verdades y promesas incumplidas, erosiona la confianza depositada en ella. En este contexto, la sociedad civil parece haber adoptado un escepticismo resignado. No se espera que la palabra implique acción, ni que las promesas se traduzcan en hechos. Este deterioro no solo afecta a la política, también a las relaciones humanas, donde la palabra pierde su protagonismo como vínculo de confianza y respeto.

En la actualidad nos enfrentamos, en cualquier ámbito, a la proliferación de silencios y de ausencias en sustitución del compromiso de “dar la cara”, de responder con transparencia a las cuestiones planteadas, de contestar al reclamo de posicionarse con coherencia ante cualquier cuestión personal o profesional. ¿Qué significa dar la palabra? Es comprometerse. Decir “aquí estoy, esto digo y esto soy”. En la palabra empeñada, como bien sabían los antiguos, reside la dignidad del ser humano.

Decía Kant que “a causa de una mentira, un hombre es capaz de aniquilar su propia dignidad”. Por ello, la palabra es también un acto de fe; un pacto que obliga, que exige fidelidad. En el acto de pronunciarla, el ser humano se expone, se afirma, pero también se arriesga. Algunas veces, con la vida. Sin embargo, este riesgo es cada vez menos aceptado. La influencia de comportamientos deshonestos de algunos líderes ha generado una cascada de desconfianza que impregna a todos los ciudadanos, debilitando el tejido social que se construye sobre el compromiso mutuo. Recordemos que la palabra no pertenece solo a quienes la pronuncian, también a quienes la escuchan. Es un acto de responsabilidad compartida. Como sociedad y como individuos, debemos estar dispuestos a honrar nuestras palabras con hechos, a ser coherentes con aquello que verbalizamos.

Hoy, cuando las voces digitales nos bombardean con información inabarcable, conviene recordar que el medio se ha convertido poderosamente en el mensaje (M. McLuhan), que el emisor se ha erigido en el valedor de las nuevas verdades, influyendo (si no manipulando) en cómo se percibe el mensaje. La palaba que antes era el eco de nuestras luchas, la narradora de nuestras historias, la guardiana de nuestra memoria, ahora se convierte en un juego de intereses políticos o mediáticos. Ante ello, como periodistas, como lectores, como ciudadanos, tenemos el deber de otorgar a la palabra el poder de lo sagrado, un acto de honor tanto en lo público como en lo privado.

Expresarse con responsabilidad es  la consecuencia de observar sin prejuicios, escuchar con atención, analizar y comparar con objetividad y defender la verdad. Cuando todo lo demás falla, cuando las instituciones se tambalean y las certezas se diluyen, las palabras son el refugio al que siempre podemos regresar, porque “no son inocentes ni impunes” (Saramago).

Los silencios tampoco.

José Manuel Navarro Llena

Experto en Marketing

@jmnllena


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