Ha sucedido. En un rincón del ancestral “Oriente fértil”, tan denso en historia como en sufrimiento. Allí, en la tierra que fue la cuna de las tres religiones del libro, una exigua franja de terreno yelmo ha devenido en símbolo de una era donde la moral vacila, la ley se silencia y la compasión es una palabra hueca que se esconde entre los escombros. Dios ha muerto víctima de una guerra más. Si es que puede catalogarse así, el conflicto en Gaza, como en la parábola del “Loco” de Nietzsche, revela que algo se ha extinguido en el alma del mundo. Y lo ha hecho no en el sentido teológico, sino en la dimensión en que dios representa el fundamento de lo justo, lo moral y ético, lo esencialmente humano.
En su célebre pasaje de “La Gaya Ciencia”, Nietzsche describe a un loco que irrumpe en una plaza, en pleno día, buscando a dios con una linterna. Lo encuentra muerto, dice, y no como una víctima cualquiera, sino como “lo más sagrado y poderoso que el mundo poseía”, asesinado por la humanidad misma. Esta imagen resuena como un eco sombrío cuando observamos la tibia reacción internacional ante, primero, la funesta e inhumana acción de Hamás y, después y usando ésta como excusa, la sistemática destrucción de Gaza y el asesinato de decenas de miles de palestinos. El loco grita: “nosotros lo hemos matado, ¿quién nos limpiará tanta sangre?”
En menos de dos años, más de 1.200 israelíes y 54.000 palestinos han muerto, entre ellos 17.000 niños. Las cifras, más que datos, son epitafios sin liturgia. El 90% de la población palestina ha sido desplazada. Más del 80% de las infraestructuras están destruidas. El hambre, la sed y la desnutrición infantil se han convertido en instrumentos de castigo colectivo. No se trata ya de la guerra como fracaso de la política, sino de la política de la excusa como instrumento de desposesión y aniquilación.
Lo que presenciamos no es un accidente histórico, en apariencia es una estrategia fríamente calculada. El concepto de “privación intencional” (o “deprivation by design”) de Jonathan Whittall revela un sistema de sufrimiento impuesto como arquitectura del poder. No hay agua, medicinas o alimentos suficientes; es el diseño de ayuda convertido en una herramienta de racionamiento, vigilancia, castigo y muerte. Gaza no muere de abandono; muere de una acción quirúrgicamente planificada que delata el grado de, replicando las palabras de san Pedro en su primera carta a los Corintios, “estupidez para los gentiles y escándalo para los judíos”
¿Dónde están las voces que una vez defendieron los derechos humanos como principios universales inquebrantables? Lo que ocurre con Gaza no es únicamente una catástrofe humanitaria, es el espejo que refleja la fractura moral del orden mundial. La ONU emite comunicados, los tribunales internacionales hablan de posibles actos genocidas, pero los actores poderosos (Estados Unidos, Europa, los guardianes del viejo orden) hablan con “media lengua” o se excusan en la complejidad de la historia (artificial) de la región. Son los nuevos aldeanos de Nietzsche; se burlan del loco, ignoran su advertencia, y siguen comerciando bajo un cielo distinto al que, cada día, acoge almas expulsadas de su destino.
La muerte de dios, decía Nietzsche, no significa que ya no creamos en él, sino que hemos eliminado los valores que nos hacían humanos. El derecho internacional, las convenciones de Ginebra, el estatuto de refugiados, los principios de asilo, de proporcionalidad, de protección a la infancia…, todos eran, en cierto modo, los mandamientos laicos de una moralidad consensuada. Cada uno de ellos ha sido transgredido, unos por omisión y otros por nefanda acción.
En esta lógica invertida, más de 450 personas intentando aliviar el sufrimiento (trabajadores humanitarios, médicos, personal de la ONU) se han convertido en blancos desde el inicio del conflicto. Ni el símbolo de cruz roja, la bandera azul de la ONU, ni la palabra “PRESS” han servido de escudo. El mundo contempla su muerte con una mezcla de impotencia, burocracia y cinismo. La lanza ha atravesado el costado del ideal humanista.
¿No fue acaso occidente quien instituyó el concepto de derechos humanos, quien prometió nunca más Auschwitz ni Srebrenica, quien constituyó tribunales internacionales y organizaciones supranacionales? Lo que antes era intolerable, ahora es “complejo”. Lo que antes exigía intervención, hoy requiere “más análisis”. La moral se ha convertido en una variable de la geopolítica. Mientras tanto, el cadáver de dios ha sido expuesto al sol inclemente, como un decorado.
Hemos, quizá, perfeccionado el nihilismo, no negando activamente los valores, pero sí actuando como si estos aún existieran cuando, en realidad, ya no rigen nada. Las naciones siguen hablando de paz, de legalidad, de derechos universales, pero su inacción demuestra que esos conceptos son moneda de cambio. El dios que trascendió la fe ha muerto, aunque seguiremos arrastrando su nombre como coartada.
Nietzsche planteaba un dilema tras la muerte de dios: o el hombre cae en el vacío absoluto, o se erige a sí mismo como creador de valores. Esto, por ahora, no ha ocurrido. En Gaza y en otros cincuenta focos bélicos siguen muriendo inocentes. Cada día que pasa sin una respuesta firme, cada veto, cada abstención, cada ayuda militar que fluye mientras la ayuda humanitaria se atasca, es otro clavo en el ataúd de la autoridad moral internacional. Si no se establece un nuevo marco ético para impedir el genocidio, sancionar a los responsables, proteger a los vulnerables y garantizar el acceso a lo básico, entonces habremos normalizado lo inaceptable.
La gran pregunta de Nietzsche “¿qué agua hay para limpiarnos esta sangre?” se vuelve insoportable. La respuesta no vendrá de otros dioses ausentes, ni de profetas agotados. Vendrá, si acaso, de una humanidad que se sacuda su anestesia y asuma el peso de lo que ha destruido. Los conflictos en el mundo no son una herida en el mapa, son el termómetro del nivel moral de gobernantes y de los lobbies que mueven las industrias armamentísticas y de reconstrucción. Si no reaccionamos, perderemos nuestra última pretensión de civilización buscando entre nuestras ruinas, de día, el cadáver de un dios muerto.
José Manuel Navarro Llena.
@jmnllena
Deja una respuesta