Refiere N. Chomsky que en 1978 el presidente del sindicato más poderoso de USA, D. Fraser, de la federación de trabajadores de la industria del automóvil, condenó a los «dirigentes de la comunidad empresarial» por haber «escogido seguir en tal país la vía de la guerra de clases unilateral, una guerra contra la clase trabajadora, los desempleados, los pobres, las minorías, los jóvenes y los ancianos, e incluso de los sectores de las clases medias de nuestra sociedad«. Fraser también los condenó por haber «roto y descartado el frágil pacto no escrito entre el mundo empresarial y el del trabajo, que había existido previamente durante el periodo de crecimiento y progreso» en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial conocidas comúnmente como la «edad dorada» del capitalismo de Estado.
Casi siete lustros después, a pesar de que el crecimiento económico ha continuado aunque a un ritmo más desacelerado, ese pacto entre empresarios y trabajadores nunca fue recuperado; todo lo contrario, la brecha provocada entre la riqueza acumulada por las grandes corporaciones, empresarios y directivos se ha incrementado escandalosamente mientras que la renta disponible de la clase trabajadora se ha estancado y en los últimos años disminuido, tanto en EE.UU. como en Europa.
Lo paradójico de esta situación es que las clases trabajadoras observamos casi con displicencia lo que está sucediendo. Nos estamos dejando engañar de manera pueril con la excusa de no conocer con exactitud las razones reales que han provocado esta crisis ni alcanzamos a adivinar las medidas que habría que adoptar para solucionarla. Y ello nos conduce a aceptar agónicamente los discursos que desde gobierno y bancos centrales nos ofrecen para calmar la incertidumbre. Pero en todos ellos algo no cuadra.
Desde mi punto de vista, no hay que ser un experto en economía para entender que la competitividad no se mejora con recortes salariales y reformas laborales que favorecen la precariedad del empleo, que la deflación no se atenúa exclusivamente con el incremento del impuesto sobre las rentas del trabajo (y no del capital) y la disminución del gasto público, y que la reestructuración del sistema financiero y la inyección de liquidez a los bancos no va a aportar ninguna solución a la deuda privada.
Las reglas que nos están imponiendo desde el banco central europeo (que no rinde cuentas, por cierto, al Parlamento Europeo), con la presión del gobierno alemán, sólo nos conducirán a un estrangulamiento mayor de nuestra ya precaria economía, a un sobreendeudamiento del Estado y al paulatino e inevitable mayor empobrecimiento de las clases trabajadoras. En cambio, las grandes fortunas se harán aún más ricas, el sistema financiero será ordenado y manipulado por unos pocos y muy grandes bancos que impondrán los precios sin contar con la presión de la competencia (porque no existirá), y los servicios sociales, como la educación y la sanidad, alcanzarán tales niveles de precariedad que cederán posiciones a favor de los sistemas privados.
En los análisis que están ofreciendo reputados economistas, oponiéndose con argumentos sólidos a las medidas que centroeuropa trata de imponer a los países de la periferia de la CEE, no caben adjetivos de tinte ideológico, Todo lo contrario. Si se les quiere estigmatizar por no coincidir con el pensamiento conservador y neoliberal imperante es sencillamente para mantener a la población confundida con el espejismo de la salvación derivada del cumplimiento de los deberes europeos. En el fondo (o no tanto) se está tratando de desviar la atención sobre la profunda crisis de valores individuales y sociales en la que el sistema trata de mantenerse omnímodo, a pesar y a costa de la estabilidad económica, emocional y vital de la gran mayoría de la población.
Hace seis siglos, Tomás Moro escribía: “Así, cuando miro esos Estados que hoy florecen por todas partes, no veo en ellos otra cosa que las conspiración de los ricos, que hacen sus negocios so capa y en nombre de la República. Imaginan e inventan todos los artificios posibles, tanto para conservar (sin miedo a perderlos) los bienes adquiridos con malas artes, como para abusar de las obras y trabajos de los pobres, adquiridos a precio vil. Y los resultados de sus maquinaciones los promulgan los ricos en nombre de la sociedad y, por lo tanto, también en el de los pobres, dándoles así fuerza de ley”.
Seiscientos años parecen demasiados para que no haya cambiado el modelo socioeconómico dominante a pesar de las revoluciones sociales, industriales y tecnológicas acaecidas. No se trata, como decía más arriba, de poner un acento ideológico a la búsqueda de soluciones, sino de aprender de lo sucedido durante seis siglos para individualmente ser conscientes de que los fallos del sistema no son producto del azar ni del fluir natural de los acontecimientos y que, por tanto, se puede hacer algo más por solventarlos que intentar salvar lo puesto. Y que colectivamente tenemos el deber moral de pronunciarnos para rechazar cualquier asignación desigual de los recursos y la imposición de medidas que provoquen la desprotección y exclusión de la gran mayoría de las personas.
José Manuel Navarro Llena