Hace años, en la facultad, cuando los alumnos andábamos buscando excusas para posponer un examen o algún trabajo práctico, el que entonces era nuestro profesor de física (excelente, por cierto) nos decía: “¿acaso esperan que lo haga por ustedes el demonio de Maxwell?”. No se preocupen, no les voy a hablar de la segunda ley de la termodinámica ni de su función principal, la entropía. Pero sí invitarles a que investiguen sobre este demonio o experimento mental por el cual sería posible generar estados cinéticos, entre dos sistemas moleculares cercanos, claramente diferentes y opuestos a como les correspondería estar según aquella ley física.
Este ejercicio sería interesante porque podrían obtener cierto paralelismo, como ya apuntó J. Monod, entre el control de la obtención de información y la entropía negativa (tendencia al orden) que se puede crear en el sistema observado y manipulado. Pero esto sería objeto de otro artículo. En éste les quiero hablar de otro demonio, el de Laplace.
P.S. Laplace, en su ensayo filosófico, desarrolló el concepto de determinismo radical basándose en la hipótesis de que si conociéramos todas las condiciones primigenias del universo y tuviéramos una capacidad de cálculo ilimitada –basadas en las leyes de la mecánica de Newton-, podríamos predecir las conductas de todos los organismos y su evolución. Es decir, estaríamos en disposición de analizar el estado presente del universo como efecto de su pasado y causa de su futuro (Laplace).
Lógicamente, para imaginar estos supuestos, los físicos han ideado un ser con capacidades sobrehumanas (demonio, en estos casos no maligno) que le permite observar de cerca las leyes de la naturaleza e intervenir en ellas, sin contravenirlas, para obtener conclusiones de relación causa-efecto.
Quédense con este concepto, pues les invito ahora a que lo trasladen al mundo de la gestión estratégica de las empresas, entendida ésta como la definición de los patrones de conducta que regulan la forma de operar de la compañía a través del tiempo, generando planes de actuación internos y externos que compensen y se sobrepongan a las fuerzas competitivas que regulan su mercado, sobre la base de experiencias anteriores (pasado) y con la formulación de objetivos (futuro) para crecer frente a la competencia.
Para que esta gestión sea efectiva, a falta de “demonios competentes” o de un paradigma estratégico coherente y útil (según C.K. Prahalad y G. Hamel), se han creado modelos y herramientas que permiten parametrizar, dimensionar y controlar todos los procedimientos y procesos de la compañía, como los famosos Seis Sigma o los cuadros de mando integral (BSC). De esta manera, el directivo de la compañía puede trasponer al papel la estrategia corporativa y las reglas que deben fijarse para alcanzar el éxito.
Ello incorpora un marco de estabilidad a la organización que, desde la perspectiva de las diferentes escuelas de pensamiento empresarial, ayuda a la empresa a mejorar su competitividad, aunque H. Minztberg plantea reconsiderar los paradigmas tradicionales para reflexionar sobre nuevos modelos, más adaptados a los turbulentos tiempos actuales.
Así, bajo la perspectiva de que todas las actividades humanas organizadas requieren de la división del trabajo en varias tareas y de la coordinación de éstas para llevar a cabo una actividad en concreto, sugiere los siguientes mecanismos mínimos para mantener la cohesión de la organización:
- Coordinación del trabajo mediante sencillos procesos de información.
- Supervisión directa de un coordinador que ordena el trabajo de un equipo.
- Estandarización de los conocimientos y habilidades, y de los resultados.
- Especialización y programación de los procedimientos y los procesos.
No obstante, si nos fijamos en el sistema más perfecto del universo, el cerebro, algunas de las características que rigen su funcionamiento son diametralmente opuestas (A.J. Smart):
- No linealidad o caos. Aun contando con toda la información sobre la estructura de la organización y con un modelo muy bueno de las variables que interactúan, es imposible predecir su futuro.
- Autoorganización surgida a partir de la dinámica interna de los integrantes del sistema, sin que existan órdenes precisas para lograr una organización compleja.
- Estructura en red que permite que agrupamientos pequeños funcionen como centros autónomos conectados entre sí por múltiples conexiones.
- Variabilidad de los sistemas para otorgar flexibilidad y adaptabilidad para sobrevivir a los entornos complejos, presentando y anticipando diferentes respuestas en función de la presión externa y no por normas estrictas o lineales.
- Sincronización para permitir que dos unidades de la organización ejecuten un proceso de forma coordinada y espontánea.
Si fuéramos capaces de imaginar el homúnculo o demonio que rige el comportamiento de nuestro cerebro para extraer su exitoso modelo de gestión fisiológica y extrapolarlo a la gestión organizativa y estratégica de una empresa, quizá encontraríamos una alternativa para el cambio organizacional que las empresas actuales precisan.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena