“El hombre cree con más disposición
lo que prefiere que fuera cierto”.
Francis Bacon.
Hace unos días tuve la oportunidad de volver a ver la película “La lengua de las mariposas” dirigida en 1999 por José Luis Cuerda y protagonizada por Fernando Fernán Gómez en el papel de D. Gregorio, maestro de un pequeño pueblo durante la segunda República, y por Manuel Lozano que interpreta a Moncho, su alumno a quien le gusta aprender y descubrir todo lo que le rodea, con una curiosidad infantil plagada de inocencia y de una inagotable capacidad de sorpresa.
Una de las particularidades que muestra esta historia, basada en un relato de Manuel Rivas, es cómo en la reforma educativa que propuso el gobierno de los años previos a la guerra civil, el centro del proceso formativo eran los niños. Las clases se transformaron en un laboratorio en las que aprender significaba tocar, experimentar, comprender, atender y participar activamente. La educación estaba orientada más a pulir las actitudes que a mejorar las aptitudes, con independencia de la situación económica o ideológica de las familias de aquellos niños.
Gregorio es un maestro dialogante que, tras largos años de profesión y de soledad sobrellevada, da más relevancia a incentivar el descubrimiento que a inculcar la palabra, más trascendencia al respeto de las diferencias que a imponer la verdad excluyente. Es un convencido de que sólo a través de la educación se consigue fomar hombres libres, como así lo expresa públicamente en el acto de reconocimiento de su labor social y docente en el momento de su jubilación.
El papel que representa Fernán Gómez es el de un maestro republicano que respeta, más por compromiso con su vocación que por imposición, los principios básicos de la reforma educativa llevada a cabo en aquellos años. Uno de os cuales, redactado por Lorenzo Luzuraiga, proponía que la educación debía tener un permanente carácter activo y creador, conectando las familias y la comunidad educativa para lograr el progreso social.
Decía Kant que el ser humano llega a ser hombre exclusivamente por la educación; es lo que la educación hace de él. En la educación se encuentra el gran secreto de la perfección de la naturaleza humana; por ella el hombre puede alcanzar su destino pero ningún individuo puede alcanzarlo solo. No son los individuos, sino la especie humana la que puede lograr este fin.
Como seres sociales, los humanos hemos desarrollado tres habilidades que nos ayudarán en los procesos tempranos de aprendizaje: la imitación, la atención compartida y la comprensión empática. Desde muy corta edad, los niños están preparados de forma innata para imitar las conductas de sus familiares cercanos, lo que acelera el aprendizaje por observación directa de lo que funciona y lo que no; esto evita los mecanismos de ensayo-error que retarda el desarrollo cognitivo durante una formación individual y aislada.
La atención compartida (dos o más individuos miran en la misma dirección o reaccionan a un mismo evento) favorece la comunicación y el aprendizaje social mediante la interacción efectiva y afectiva entre personas. Y la habilidad de la comprensión empática nos permite compartir sentimientos y emociones que repercutirán en la maduración cerebral y en la consolidación del aprendizaje.
La emoción y la empatía adquieren una relevancia especial ya que sus mecanismos cerebrales y su expresión en la conducta son los pilares esenciales para construir el edificio sólido de la enseñanza. Y es que lo que nos emociona despierta nuestra curiosidad y hace que detectemos lo diferente, lo inusual, sobre la monotonía de lo cotidiano. Que nos aproximemos a indagar el origen de un suceso inesperado tiene en el fondo una base de recompensa, de placer al averiguar de qué se trata. Curiosidad y placer son las armas más poderosas del aprendizaje (F. Mora).
La curiosidad nos lleva a prestar atención con más intensidad, a concentrarnos en explorar lo desconocido y, en definitiva, a adquirir más conocimientos y ampliar la capacidad de memorización, algo esencial para aprender y para desaprender. Hay varios tipos de atención, desde la básica hasta la ejecutiva, pero todos ellos se fortalecen a través de la recompensa y no del castigo.
Evolutivamente, el aprendizaje efectivo nos conducía a la supervivencia y la incapacidad para hacerlo a la extinción, ya que no forjar en la memoria los riesgos y amenazas del entorno implica estar expuestos a ellos. Esta circunstancia básicamente no ha cambiado aun cuando estemos protegidos por las personas cercanas.
Lo que la psicología evolutiva y la neurociencia nos explican hoy les era desconocido a los profesores encarnados en la figura de D. Gregorio, pero de manera intuitiva habían impulsado una metodología de enseñanza basada en fomentar la curiosidad a partir de la exploración de los sentimientos. Disparar ambos mecanismos, como hemos visto, conduce a un aprendizaje más efectivo.
Decía Einstein que “lo único importante es no dejar nunca de preguntar. La curiosidad tiene su propia razón de ser… Nunca pierdas una sagrada curiosidad”.
Esa “curiosidad sagrada” es la que nos conduce, sin duda, a convertirnos en “seres libres”. No fomentar esa curiosidad nos lleva a ser dependientes de los miedos y de la acomodación a lo impuesto.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena