El mes de junio lo hemos estrenado con la noticia de la compra del B. Popular por parte del B. Santander, por el módico precio de 1€, ante su inviabilidad financiera y el riesgo inminente de quedarse sin liquidez tras la retirada de casi 5.000 millones de € en depósitos de clientes durante dos días. Una de las consecuencias directas de esta transacción, impulsada por el BCE y respaldada por el Banco de España, es que los accionistas e inversores de bonos del Popular han perdido su dinero. El origen de esta situación, para entendernos, es la aplicación del concepto de “economía simbólica”, y el efecto tendrá sus consecuencias sobre la “economía real” de las personas que confiaron en su día en el ya desaparecido banco.
En esta columna hemos hablado en otras ocasiones de “economía del bien común”, de “economía azul”, o de “economía circular” para exponer modelos que ayudan a resolver los problemas de desigualdad y de sostenibilidad de un mundo sometido a la praxis neoliberal “ciega e insolidaria”. Ahora y aprovechando la noticia anterior, es bueno que recordemos las diferencias entre la economía real y la simbólica, la que se circunscribe al ámbito local de las economías familiares y la que acapara a nivel global los flujos financieros sustentados en transacciones virtuales. Ambas se encuentran íntimamente ligadas en lo que respecta a la construcción de la economía de mercado capitalista, aunque la primera se circunscribe a la producción y circulación de bienes y servicios y la segunda a los servicios financieros (ya) independientes de estos.
La aparición de la banca en la Italia del s. XIV supuso el principio de un sistema financiero que se mantuvo muy ligado a la economía real, con momentos más o menos estables, hasta la organización definitiva del sistema financiero en el s. XIX. A partir de entonces, la necesidad de las empresas de obtener un flujo de crédito más armonizado con su actividad productiva provocó con el tiempo la independencia del sistema financiero y la aparición, en los siglos XX y XXI, de fórmulas para “paquetizar” aquellas deudas y convertirlas en obligaciones negociables en un mercado globalizado.
Al tiempo que las empresas crecían, se posibilitó que pequeños ahorradores les “prestaran” su dinero en forma de acciones o títulos cuyo valor cambiaba en función de su rentabilidad, lo que llevó aparejado que aquéllas se convirtieran también en objeto de intercambio a través de las bolsas de valores que se fueron creando como una extensión del sistema financiero. Aquellos ahorradores se transformaron en inversores dentro de un sistema que ha ido evolucionando hacia un modelo especulativo que nada tiene que ver con sus orígenes. Todo ello, y otros factores aparejados, han provocado la escisión profunda del sector financiero respecto de los sectores productivos hasta el punto de que las grandes crisis desde el siglo pasado han tenido su origen en la desestabilización financiera de los mercados como consecuencia de espirales crecientes de rentabilidad ficticia sobre productos virtuales no avalados por nada tangible que respaldase mínimamente los precios alcanzados.
Por desgracia, los postulados de los Chicago Boys, bajo la dirección de M. Friedman y A. Harberger, puestos en práctica en la década de 1970 en USA, Reino Unido y Chile, siguen marcando el ritmo de la desregulación financiera y el libre mercado sin estar bajo la atenta mirada de los gobiernos. Y cuando estos han ido interviniendo debido a las profundas crisis que hemos sufrido, lo han hecho para, por un lado, inyectar dinero público al sistema para “salvarlo” (no a las economías domésticas) y, por otro lado, para crear una normativa débil que minimiza el impacto de las transacciones especulativas ya conocidas pero que no impide la aparición de nuevos productos igualmente especulativos en entornos virtuales deslocalizados gracias a las nuevas tecnologías.
El dominio del dinero físico es la economía real y está sujeto a los mecanismos de emisión y control del país donde se emite, mientras que el del dinero virtual ha conquistado la economía simbólica y no está sujeto a reglamentos locales ya que viaja sin control de unos países a otros con normativas diferentes y, en muchos casos, con una laxa intervención de sus gobiernos y, en otros, fuera del control ético acerca de la finalidad de las inversiones y de sus consecuencias (industria bélica, sobreexplotación de los recursos naturales, control de alimentos básicos, expropiación de tierras productivas, …).
Lo más paradójico de la economía simbólica es que muchas de las transacciones financieras no están realizadas por humanos sino por algoritmos creados para maximizar y acumular beneficios mediante juegos de compra-venta continuos que no tienen en cuenta el resultado cuando se produce un efecto negativo sobre un gran colectivo de personas, como es el caso de los trescientos mil inversores de Popular cuyo dinero se ha volatilizado en un día y el de, ya lo veremos en los próximas semanas, los trabajadores que sufrirán un severo proceso de regulación de empleo (de despido, dicho de una manera menos eufemística). Esto sí que es economía real, pura y dura.
José Manuel Navarro Llena.
@jmnllena