«Ciudadanos Comprometidos»
Cabizbajo, como diciendo sus últimas palabras tuvo aún fuerzas para mirarme a los ojos durante un largo rato y no decir nada. Nunca un silencio había hablado tanto, sentí un desgarro infinito y pude ver dentro de mi abuelo. Ya no me habló, pero escuché las palabras que no pronunciaba: “Antoñillo, estas calles no me dan paz, no me dan alegría, no comprendo su lenguaje, sus signos, hacia donde va la gente ni qué dicen sus ojos ni sus rostros. Han cambiado los colores, los olores, los sonidos y los silencios. Cuando enterraron el territorio, el hormigón también me enterró a mí. Me robaron una forma de vida y me impusieron otra que no reconozco. Antoñillo… Antoñillo…”. En ese momento sentí su mano sobre mi hombro y empezamos a andar de vuelta a casa. La corriente de comunicación entre nosotros continuó, el corazón de mi abuelo percibía la brizna olorosa de las tomateras al amanecer, el canto de los grillos entre el cielo estrellado. Sentado allí, junto al pozo y no lejos del nogal, el croar de las ranas que por decenas alborotaban la noche callada, a la abuela cubierta de arrugas, pero que él seguiría viendo con una piel lisa y suave como los cielos de invierno… Y todo eso entre el olor a gasolina, el rugir de las hormigoneras, el inmenso olor a alquitrán de la última calle asfaltada… A mi abuelo lo dejaron sin recuerdos, se lo habían llevado de un pueblo a una ciudad sin hacer viaje alguno, sin dar un paso. Lo miré y miraba sin mirar, de pronto percibí en su rostro una enorme tristeza con sabor a soledad, a incomprensión, a una falta total de calor humano y de fe en la vida. Unos metros antes de llegar a mi casa se paró en seco, me giró con su mano y dándome un abrazo me susurró: “Antoñillo, no sabes cuánto te quiero”. Yo sentí un profundo amor a la vez que un desgarro interior fortísimo. Aquello era la confesión de una despedida. Era la primera vez –e intuí que la última- que mi abuelo me diría aquello. Continuar leyendo →