Llueve sobre Granada. Llueve y hace frío. El resfriado se ha implantado en los rostros del personal, que siente cómo la liquidez se hace dueña de sus narices. Llueve y las calles siguen pobladas de gentes que caminan con la mirada cada vez más perdida. Caminan por una de las ciudades más hermosas del mundo, por partes; caminan por una de las provincias con más variedad y potencial del Estado. Pero las narices húmedas les recuerdan que es invierno, que el invierno se ha apoderado de esta tierra, que aquí las gentes pueden caminar, incluso pueden pasear, disfrutar de paisajes tan variados como playas enormes, desiertos y espartos, vegas y nieves…, pero no se puede trabajar en ella. Algunos mendigos ya no llevan ropas andrajosas y se afeitan cada día, dignidad hasta la tumba, los comedores sociales compiten en colas con las oficinas de empleo. Algunos ofrecen trabajo a coste cero, a cambio de manutención, un poquito de agua y algo de abrigo; otros subastan a la baja los salarios. Hay incluso quien desde un coche oficial se permite presumir de que lo suyo es pura filantropía por el pueblo, que es el amor al servicio lo que le empuja cada mañana a levantarse y a caminar (poco), como Lázaro.
Granada es una tierra única, llena de historia, de una historia que ha marcado su piel con verdaderas obras que ahora la alimentan, casi viviendo de las rentas, y ahí parecen querer quedarse algunos, como si las rentas fuesen para todos, como si alcanzasen para todos. Las rentas son siempre de y para los mismos, una inmensa minoría. Los demás, han de ganarse el día a día tal vez inventando un trabajo que les permita conquistar su mañana. La tristeza de esta Granada es la misma que la hizo caer del pedestal hace más de cuatrocientos años, poco después de que otros reyes la amaran; o hace mil, que aquellos otros la tomasen para siempre, hasta que se la quitaron para poco a poco conseguir que pasase de la cabeza a una cola de la que algún día habrá de salir, pero por sus propias manos e inteligencias, no por las de reyes y nobles que lleguen de fuera. Llueve dentro de Granada. Se humedecen sus almenas y desiertos, sus valles y vegas, y la nieve alimenta los veneros que traen la vida. Sus gentes, cada vez más paradas, caminan por las calles de ciudades y pueblos, con el silencio por compañía y el frío como amigo de un invierno en el que los líderes cada vez son más pequeños, casi minúsculos, pues ya apenas se les ve. Y en lo que se les oye, son como los muñecos de feria, que siempre repiten lo mismo mientras les dura la cuerda, lo que otros han dejado grabado en su disco.
Aunque aquí no lluve como en Granada, sí llegan los ecos de aquellos muñecos de feria, como si fueran caballos del viento (lung-ta) repartiendo bienaventuranzas, que solo ellos en medio de su mezquindad y su corrupción disfrutan; al tiempo que la inmensa mayoría poco o nada tiene para llevar a la mesa. Pero lo peor de todo es que esta inmensa mayoría lo padece como si fuera un karma en cada uno de ellos y no como producto de unas relaciones dentro de la organización social y política que, bien podrían cambiar, si así se lo propusieran.