Cada día que pasa es un día muerto. Nada nuevo, nada productivo. Nada que le haya hecho avanzar ni un solo milímetro en su existencia. Es un día menos, que ha llenado un poco más el vaso de la desesperanza y de la ignominia hacia el ser humano. Él no ha elegido ese camino que no lleva a nada, a ningún sitio. Se lo han impuesto. A su edad ya le cierran las puertas aquellos para cuyo futuro trabajó durante décadas, aquellos a los que pagó sus estudios, sus vacunas y sus correctores dentales con los impuestos sobre sus salarios. Por encima, desde un Olimpo grotesco, una panda de seres se ha convertido en amos de las vidas ajenas. No tienen nombres conocidos, sus rostros se ocultan por una opulencia inimaginable. Ante ellos, a modo de parapeto y manos ejecutoras, han situado a unos muchos, siempre son muchos, que justifican, aparentan decidir, y dan la cara, a veces con insolencia, a veces con dureza, siempre sin compasión ante el ser humano. Pareciese como si su vida se dedicase a las máquinas, a los números, a un mundo etéreo vacío de sentimientos y de valores más allá del dinero y del poder.
Y él se siente cada vez más vacío, más inútil, siente que la vida se le escapa entre los dedos. Contempla cada jornada los mismos amaneceres, las mismas calles, las portadas de los periódicos que cambiando la foto y las letras, siempre dicen lo mismo. Todo es igual, y él ya no cuenta, solo es un número en una sociedad que estaba estructurada para las personas, y que ahora solo la estructuran los intereses y sus cifras. Y cada cual se empeña en justificar su posición, para todo mal hay justificación, y él debe convencerse de que está ahí, mirándose sus manos desnudas y ávidas porque alguien está enriqueciéndose con su muerte en vida. Algunos, muchos, han sido elegidos para que él pueda volver a encontrar la luz en sus días, la utilidad y la alegría en su ser. Pero él ya no conoce a nadie. Todos le han fracasado, unos por inutilidad, otros por indiferencia, y otros porque han de satisfacer a quienes manejan los hilos de sus vidas para poder seguir saliendo en la foto y viviendo como nunca soñaron. Él tampoco soñó nunca esta vida, y piensa que no se la merece, aunque a veces cree que algo habrá hecho para encontrarse ahí, en ese pozo de calles llenas y colores opacos sin nada para él. Nadie lo ve, nadie lo escucha, y ha optado ya por no decir nada. Solo llora hacia dentro con una impotencia comprendida por el resto de parados de este país que un día no muy lejano aún acudían cada día a ser útiles a la sociedad y a ellos mismos. Tal vez mañana alguien se vuelva hacia él y le dé algo más que ánimos. Están rompiendo nuestra sociedad y callamos, hasta que nos toque, pero entonces tal vez ya no tengamos voz.