Hay que darse prisa en vivir cada instante, el cementerio se llena pronto, y después el tiempo se para, la voz se calla, la sonrisa se olvida y los días dejan de amanecer y de atardecer.
El cementerio, ese espacio silencioso que alguien ha convertido en una empresa de ganancias, donde la paz deja réditos a quien de él vive aguarda desde su quietud tu visita definitiva; lugar desde el que podremos dedicarnos ya a revisar los espacios infinitos, tendremos tiempo para ello dejando ya atrás la búsqueda de dineros y fama. Es curioso, pero la muerte siempre hizo ricos a algunos vivos mientras otros derraman lágrimas por quienes no verán jamás, ni olerán, ni sentirán su calor ni escucharán su voz diciendo esa palabra. El cementerio, con las tumbas blancas y grises, con sus flores mustias casi todo el año, como las almas de tantos vivos que solo viven para sí mismos. El cementerio, rodeado de muros que encierran a quienes no saldrán, pero que impiden que entren los que no han de estar en él, aunque se empeñen en quedarse lo que es de este mundo. Hay gentes que venderían su alma por no entrar, y quienes tienen su alma en ellos enterrada mientras su cuerpo pasea por la calle. Son los misterios de la vida, porque la muerte no tiene misterio alguno, aunque nos empeñemos en buscarlos, tal vez para consolarnos, quizá para justificarnos, o, quién sabe, es posible que para relajar el espíritu que se muestra inquieto ante ese enigma que no lo es. Y es que hay quien se refugia en el más allá dejando el más acá descuidado, tanto que no valora este soplo de aire, esa mirada escondida, ese roce oculto, aquella palabra que se escapa, ese instante que consigue acelerar el corazón. Y la vida, que sí es real, se va escapando de las manos mientras el cementerio aguarda, siempre con las puertas abiertas, para darnos una bienvenida que deseamos tardía. Nuestra existencia está siendo devorada por la crisis y por los egoísmos, aunque sean de otros, y nos la están ocupando con distracciones que nos impiden ver la belleza de las cosas. Mientras, las sendas de tierra acolchada, los olores de humedad, las luces cruzadas y escapadas de los árboles aguardan a que un grupo de humanos las recorran en un último homenaje a quien nos acaba de dejar. Luego llevaremos flores, después su esencia solo quedará en nuestro recuerdo, y cuando llegue tal vez el corazón nos pellizque durante unos instantes y un suspiro escape por nuestra boca, silencioso, resignado. Y a mirar hacia delante, un tiempo más, cuidando las espaldas, pues estamos encerrados en una jaula en la que el peligro está en nosotros mismos. Ellos, los de allá arriba, son los libres y quienes de verdad descansan, pues todo lo tienen hecho ya. A su lado cada cual tenemos un espacio aguardando, y es el tiempo que falta, que no lo sabemos, el que habrá que dedicar a seguir sembrando lo que de nosotros quedará acá abajo.