Algunos piensan que habrá más vidas, pero yo no quiero esperar a otra, quiero ser feliz en esta. No, no es que no crea que no la haya, que cuando mi alma deje de mover a este cuerpo busque otro y se aloje en él. No es que no lo crea. Estoy seguro de que eso no es así. Tampoco espero ascender a ningún otro espacio en el que la felicidad se apodere de esa alma, porque quién me ha dicho que el concepto de felicidad sea el mismo. Aquí, en este cuerpo, el mayor miedo tal vez sea el de la enfermedad, el de la ignorancia y el de la soledad. Algunos se empeñan en añadir como miedo la pobreza, pero esa va unida a las necesidades que cada cual establezca para su alma, porque los cuerpos necesitan todos lo mismo. Y resulta que si el cuerpo se queda aquí, ¿dónde está entonces la enfermedad, o la pobreza, o la soledad que precisa el calor de otro cuerpo? No, decididamente entiendo que es esta mi vida, la que tengo que apurar hasta la última gota, y darle a mi alma ese alimento que necesita cada día para poder salir de la cama, para poder enfrentarse a los otros cuerpos, algunos con las almas escondidas. No me fío de que no exista nada más allá, si acaso un cubículo indeterminado en el que acaben todas la almas por elevación, mezcladas unas con otras, o hechas todas un solo ente de energía, en el que se confundan los principios y finales, tal vez porque no existan. Decididamente prefiero no apurar tanto y seguir escuchando la música, leyendo la poesía, sonriendo a quienes quiero, ayudando a los que puedo, y haciendo sentir que hay algo dentro de cada cual que se puede transmitir a los demás a cambio de nada, o de una sonrisa.
Yo sé que hay gentes con almas inmundas, conozco a algunas de esas gentes, se han cruzado en mi vida, e incluso me han hecho daño porque al principio les permití entrar en mi espíritu. Esas gentes, enmascaradoras de su profunda realidad, acaban descubriéndose, aunque lleven la careta puesta casi permanentemente. Quienes están muy cerca de ellas las conocen, y a veces las temen, otras veces solo son sus prisioneros. He aprendido que hay que apartarlas. Son contaminadoras de angustias y complejos, y siempre encuentran adalides que las acompañen y sirvan. Pero esas almas no me interesan, porque no merece la pena perder la vida, esta única vida, con esas personas.
Hay otras almas que se encarcelaron a sí mismas en un momento dado. A veces esas cárceles tuvieron barrotes de oro. Cuando notaron que no podían desplegar sus alas para volar sintieron la soledad clavada en lo más profundo de su esencia. El oro de sus jaulas quedó grabado en sus cuerpos, y sus almas fueron prisioneras de la ignorancia, o de la avaricia, o de la estupidez del momento en el que firmaron esa cárcel. Y siempre les hicieron pensar que sería de forma vitalicia. Tal vez nunca se dieron cuenta de que lo vitalicio, lo único vitalicio que existe es la vida, que dura hasta que te mueres. Todo lo demás es transitorio, si se es capaz de descubrir. Todas las cárceles tienen puertas, y las llaves las tienen siempre los prisioneros. Pero han de tener el valor de abrirlas, la serenidad de salir, las ganas de vivir, como sea, al fin y al cabo los oros y las galas son artificios para aprisionar. Es el aire lo único que nos penetra solo con respirarlo, y está aquí, o mejor dicho, nosotros estamos en él.
No, no es esta la vida que hemos de soportar, que hemos de sacrificar, que hemos de invertir para ganar otra vida. Esta es la vida. Si hay otra llegará sin pedirla, y será tan etérea que ni tan siquiera podremos acariciarla con las manos, porque seguramente no tengamos manos para acariciar ni a la vida ni el rostro de la persona amada. Solo nos quedará, si algo queda, la fuerza de la mirada en unos ojos que no lo son, esas ventanas por las que el alma se asoma ahora, en esta vida, al mundo, por las que damos lo que somos, por las que nos pueden conocer y amar quienes quieren amarnos y conocernos, y que cerramos cada día para reconstituir la energía que nos permita volver a la vida cuando la vida amanezca en ellos.
Podemos pensar y pensar, y seguir pensando durante días, semanas o meses, y llenarnos de miedos y precauciones; podemos justificar los barrotes de oro o de plomo. Pero mientras lo hacemos nuestro espíritu tal vez nos pregunte por qué no estiramos las alas, por qué no paramos nuestra pobreza, por qué no respiramos hondo ese aire que nos puede llenar de fuerza y que sin embargo nos ahoga. Pensamos y pensamos, pero al final alguien llama a la puerta, o pita la válvula de una olla, o el semáforo cambia de color, y volvemos de nuevo a esa jaula que nos deja vivos, entre sus barrotes, los de las cosas urgentes que impiden vivir las importantes. Un día alguien nos dirá que ya está, que acabó lo urgente, y notaremos nuestras piernas flaquear, nuestras carnes colgar, nuestros rostros serán diferentes a los que eran cuando tanto tiempo antes los veíamos en aquel espejo pequeño, con orla de plástico, colgado en una pared encalada. Y ya a esta vida solo le quedará la energía de la mirada, de un alma que sigue asomándose por las ventanas buscando un mañana más allá de nuestras lágrimas.
Muchos piensan que habrá más vidas, pero yo no quiero esperar, quiero vivir esta, y quiero besar en esta, y quiero reír en esta, y cuando acabe poder dejarla con el dolor de una muerte para quienes aquí quedan, pero con la alegría de una vida vivida para quien la acaba. Y quiero poder soñar un mañana de esta vida, y que nadie me diga que sabe algo más que me ate a una jaula que yo no he elegido, la de una vida que alguien se arroga el poder de escribirme.