Casi cuarenta años después de haber sido nombrado presidente del gobierno de España ha muerto Adolfo Suárez, gran desconocido para las juventudes de este país. Cuarenta años casi, ya. Parece que en los últimos ciclos históricos nos movemos alrededor de esa cifra, que es enorme si abarca una vida; o apenas una raya si se centra en la historia, incluso de nuestro país. Suárez llevaba silencioso más de la mitad de ese tiempo, un silencio al que fue enviado primero por la propia política, después por las circunstancias de su propia vida. Y ahora, cuando ha muerto, todo el mundo ha vuelto los ojos hacia él, otorgándole unos honores que nadie pudo imaginar hace apenas un par de lustros, aunque él ya había hecho lo que pudo hacer. Y esto ha sido así tal vez por la necesidad de la población de aferrarse al espíritu que este hombre ha venido a recuperar con su muerte, el espíritu que invoca la capacidad de análisis, reflexión y diálogo para llegar a acuerdos de consenso, no a imposiciones de mayorías. Suárez ha muerto en el momento preciso para, desde su silencio, y sin saberlo, hacer ver que se están rozando los límites de la inacción para la generalidad, que el gobierno ha de ser para todos, que el bienestar ha de repartirse entre toda la ciudadanía, que las leyes han de repercutir dentro y fuera a la totalidad, incluidos los más pudientes, incluidos los más desfavorecidos. La ralentización de las soluciones, el control del tiempo en favor del poderoso, la manipulación de los hechos, el silencio, la bajada de los salarios incrementando la dependencia y la sumisión…, van justamente en el sentido contrario al que hace casi cuarenta años se comenzó a hilar en este país, y en el que a partir de diálogos y consensos, y de mucho esfuerzo por parte de todos, se logró construir un estado que beneficiaba también a los menos pudientes. La mediocridad de la actual clase gobernante en España, su descaro a favor de los pudientes y su incapacidad o no deseo para abarcar en su acción a la totalidad de la ciudadanía ha hecho grande a Suárez. Como simbolismo de este resultado, el aeropuerto de Madrid-Barajas pasa a llamarse Adolfo Suárez. Curioso, pues el grifo de la emigración se cortó a partir de aquel entonces, siendo ese aeropuerto principal entrada de nueva mano de obra a este país. Ahora, quienes favorecen que lo sea de salida de nuestra mano de obra, formada, capacitada, joven, audaz…, bautizan este espacio con el nombre de alguien que con el esfuerzo de todos aquellos fue capaz de conseguir lo que ya estaba fraguándose desde hacía algún tiempo. Ahora siguen fraguándose cosas en España, aunque hasta que no se destape la olla no sabremos lo que prepara, si bien se intuye, por los ingredientes.