Esta sociedad acaba adormilando a sus miembros. Estos días estamos asistiendo a la escena anual del traspaso de jugadores de fútbol, escuchando las cifras de sus contratos, gente cobrando un millón de euros al año, o cinco, o un cuarto de millón semanal. No vamos a acabar incidiendo en el estado de la sociedad ni en la crisis. Estas gentes, que han caído a las primeras de cambio en el mundial, que dicen que tienen una vida profesional corta, que llenan estadios y originan con sus aciertos o desaciertos manifestaciones en pueblos y ciudades, son considerados como súper personas, por encima del bien y del mal. Y se les adora, y se les pone su nombre a calles y plazas, y se les pagan millonadas. Mientras, al otro lado del televisor, nos encontramos con ese profesional que está ocupándose del niño autista cada día, y ese otro que pasa el día trabajando con los huesos que se rompieron y con los músculos que pueden quedar atrofiados y dejar discapacitado a alguien para el resto de su vida; o aquel que pasa siete u ocho horas diarias recogiendo documentación y tramitando papeles que permitirán que usted cobre su pensión cuando se jubile, o esa otra persona que se esmera en que la calle esté limpia cada día. También está quien escucha sus problemas y le hace sentirse menos mal, con menos ganas de tirarlo todo por la borda y acabar con su angustia. Y quien se levanta antes de que sea de día para que los productos de alimentación estén a su alcance cuando usted llegue a comprarlos. O esa criatura que sin apenas dinero porque otros se lo han llevado y la han mandado al paro, a la calle, y con su casa llena de familia es capaz de llenar los platos con el alimento suficiente para quitarles las hambres. Y quien deja su orgullo encerrado en el armario y se tira a la calle a pedir un trabajo de lo que sea, con el salario que sea, para pagar el agua y la luz y la leche. O esas que día tras día enseña a decenas de niños para que cuando sean adultos puedan pilotar esta nave que hoy hace aguas por todos lados, o esos abuelos que cuidan a sus nietos y alimentan a sus familias que están desahuciadas por la sociedad misma. Esas son súper personas, pero callan, o nadie las quiere escuchar, todos aquellos que cada día se enfrentan a la vida para ganarle un trocito de algo que permita mantener la dignidad y la mirada alta. Y no firman camisetas, ni se convierten en sordos y ciegos ante nadie. Y si miran un balón, igual les dan ganas de patearlo, aunque no les den mil euros por el golpeo, que diría un argentino. Así somos y así nos conformamos, en silencio, con pan y circo mientras unos pocos dicen que esto va bien… para ellos.