Llega un padre al colegio a llevar a su hijo de educación infantil. Llega tarde, los niños ya están en clase. En los colegios hay normas, como en todos sitios. Una es que cuando un niño llega tarde será el personal del centro quien lo acompañe hasta su clase. El padre se cree con derecho a saltarse esa mañana una norma por segunda vez (la primera ha sido llegar tarde al colegio). Quiere llevarlo él hasta el aula, el profesor se niega. Ese padre origina una disputa y acaba a golpes con el maestro, quien fue esa mañana a trabajar, a educar a los niños, a enseñarles a hablar, a contar, a moverse en la sociedad, valores como el trabajo, respeto, solidaridad, el valor de lo bien hecho… y se encuentra harto de bofetadas por un padre que pretende que le eduquen al niño ahí. Ese niño, con cinco años, no es consciente de lo que su padre acaba de hacer por él, por su futuro, por su aprendizaje. Ese padre, que lo es por incontinencia o por casualidad, ignora que el resto de su vida quedará marcado por la mano de golpes que le dio al futuro de su hijo en la cara del maestro. Y luego quedan los niños que lo vieron, que contemplaron a un ser con la razón perdida, pero ellos no lo sabían; a alguien golpeando (eso sí lo sabían) a un maestro que estaba enseñándoles, siendo vilipendiado, agredido por un padre que no era como los suyos. Y los otros padres, ¿qué hicieron? Lo contaron los medios. Ocho meses de cárcel.
Depositamos en la escuela el futuro de nuestra civilización, de nuestra sociedad, de nuestros hijos, el nuestro mismo (y pronto estaremos experimentando en nuestras carnes las consecuencias de la educación que estamos dando ahora), y callamos. La administración, que somos nosotros en diferido como diría la ministra esa, debe atajar estas acciones, y la justicia también, por el bien de ese niño ya marcado por los golpes de su padre al maestro, los otros niños que contemplaron la escena, y ese padre, que debería pasar una época de su vida meditando y estudiando en la cárcel por lo hecho. Y es que en los últimos años esta sociedad ha perdido los papeles, si es que algún día los tuvo, y se tiende a mezclar todo para justificarlo todo. Y hay cosas, hechos, sucesos que no son ni admisibles ni justificables, pero nos callamos, aceptamos estos sucesos porque así tenemos ya algo de qué hablar, y tendemos a generalizar. Todos los padres no son lo mismo, como no lo son todos los maestros, ni todos los niños, ni todos los mandatarios, ni todos los oficiantes ni escuchantes de cursos ni discursos, pero al generalizar se escapan estos golpeadores de la médula social que acabarán con ella a menos que nos espabilemos y les paremos los pies de alguna forma, que ya está bien.
Si ciert@s profesores de primaria y secundaria arman prohibiciones verbales indecentes como las de las palabras paco y maestro, las regañeras contra es@s prohibidores verbales (y sus fans) me merecen muchisimo más respeto, obediencia y dignidad que las regañeras contra las victimas de dichas prohibiciones verbales. Al menos, en mi opinión. Y cuando l@s profesores piden a sus alumn@s que salgan de sus clases cuando suene el timbre del recreo o de la casita (no antes de dicho timbre), si algún profesor cada semana fuerza a sus alumnos a estar en clase unos segundos o minutos después de que sonase el timbre del recreo o del ir a casa, y no precisamente por malos comportamientos o desobedencias de l@s alumn@s, las regañeras contra dich@s contradictores de los timbres también me merecen más respeto, obediencia y dignidad que las regañeras contra las victimas involuntarias de dichas contradicciones hacia los timbres.
Desobediencias, perdon.
Ciertamente los docentes en el ejercicio de su labor pueden equivocarse, de lo contrario seguramente se habrían dedicado a otra cosa por el don del acierto permanente. Pero hay que estar ahí, durante todas esas horas, analizar lo que ocurre cada minuto, las reacciones, las fases educativas y formativas del conjunto del aula y de las individualidades, y después concluir en el juicio sobre el por qué de una decisión concreta que puede devenir de algo sucedido a lo largo de la jornada escolar. En cualquier caso, también es función del maestro educar dentro de sus competencias no solo al individuo, también al grupo. Pero esto no justifica ni por asomo el hecho de emplear la violencia, cualquier tipo de violencia, en un recinto escolar (ni en ningún otro sitio). La evolución humana debe anteponer siempre el razonamiento a la violencia. Y los colegios, los centros educativos debieran ser templos de razonamiento y saber estar, porque en ellos se aprende a saber estar y a usar la razón, el pensamiento de cara al futuro de la sociedad. Sin embargo, es evidente que no todo el mundo aprovecha su paso por la escuela, es evidente que tal vez quienes en ella trabajan no tienen todas las herramientas a su disposición, es evidente también que a veces pueden cometerse errores, pero nada justifica que un padre llegue y abofetee a un docente por ninguna razón, porque es un sacrilegio educativo, primero hacia su hijo, después hacia la comunidad.
Yo no estoy a favor de la violencia. Que quede bien claro.
Queda claro.
Hay que ponerle racionalidad al asunto, que nada justifique la violencia en la escuela, de lo contrario más pronto que tarde tendrán ustedes titulares como este tomado de una página del principal diario colombiano: «Joven apuñala a un profesor de la localidad de Tunjuelito». Algunos preguntarán con sospecha, ¿qué le hizo el maestro al estudiante? Pues, solo informarle que por incumplimiento de sus deberes escolaeres, el chico había reprobado la materia. Ahora, el joven sigue gozando del derecho a la educación y el próximo año escolar volverá a estar sentado ahí en la clase. ¿Y el padre del alumno? Seguramente, satisfecho de las bofetadas que alguna vez le propinó a otro maestro.