El aeropuerto bulle con vida propia. Recoge las realidades de una sociedad que avanza. Abrazos, besos, lágrimas, risas, carros llenos de maletas de todo tipo, de colores y formas variopintas. Gentes que van y vienen, paneles que indican llegadas y salidas, puertas de embarque y horas que van cayendo y surgiendo. Tiendas plenas de productos llamando al viajero para que no olvide a sus seres queridos, idiomas que cruzan sus palabras con significados parecidos, asientos en los que unos duermen, otros leen, otros miran, y todos esperan al momento de hacer la cola de embarque, en la que el personal de tierra irá comprobando billetes e identidades, sosegadamente, aunque la prisa apremie. Todos con ganas de partir, con ganas de llegar. Las voces llegan desde las megafonías advirtiendo de cambios de puertas, o todo lo contrario. Fuera, en un espacioso patio, los fumadores desahogan sus apetencias, los nórdicos se apresuran a tomar esos últimos rayos de sol mientras escuchan los estruendos de los aviones despegando cada minuto, en direcciones encontradas, cargados de gentes, ilusiones, sueños, rutinas hacia mil destinos distintos, acercando rincones del mundo a los humanos que en ellos viajan. Los pasillos de embarque se llenan en pasos rápidos, con la prisa de llegar, colocar maletas y bolsos, encontrar su asiento de ventana o pasillo, o el incómodo central. Las luces se encienden y apagan, los brazos suben acomodando el chorro de aire; las rodillas se pegan al asiento delantero y las miradas buscan que entren los últimos, observan por las ventanillas a los operarios moviéndose alrededor del avión, miran a la tripulación de cabina en esos momentos en los que la puerta está abierta. Se calibra la experiencia de esos trabajadores en cuyas manos e inteligencias estarán las vidas de todos los que en ese momento constituyen ya un mundo aparte, que osará romper la gravedad y acercar un poco rato la tierra rompiendo la lógica pedestre. Grupos de jóvenes con sus maestros se escuchan sobre los silencios de aquellos otros que temen volar, los móviles lanzan sus últimos mensajes, sus últimos guasap, sus últimos besos antes de que una voz ordene ponerlos en modo avión. Las lenguas siguen mezclándose en diferentes palabras que dicen lo mismo. Los cinturones se aprietan y el personal va contando el número de pasajeros. Tripulación lista. Puertas que se cierran, explicaciones de salvamento en caso de emergencia. Despegue, rápido, ruidoso, ágil. El estómago pretende seguir en tierra unos instantes, pero pronto la tierra firme desaparece de la realidad que ya es nueva, distinta, volátil. Después, poco después, unos paisajes nevados, con mil picos apuntando al cielo, parecen llamar a la vida, y se la quedan, irremediablemente. Nadie podrá ya describir el terror de esos minutos eternos, no habrá lengua que recoja esos mismos significados. Aquí quedan quienes besaron, lloraron o rieron, quienes recibieron esos últimos mensajes, y los que los enviaron a alguien que ya no los recibirá nunca.
Juan de Dios, tu mirada nos muestra aquello que con facilidad se escapa al ojo del observador desprevenido, y que los diarios no han pododo registrar sobre el acontecimiento humano que ha estremecido al mundo en los últimos días.