Hemos entrado en una dinámica social en la que todo parece envejecer en apenas unos años, a veces incluso en meses. Todo vuela y las modas se van engullendo entre sí. La persona está a un paso de que se le implante un chip al nacer y ser reinicializado cada tiempo. Será la única forma de poder seguir los pasos de quienes marcan los caminos, quienes pueden llegar a pensar que ellos no son de este mundo, o sencillamente que este mundo es ellos. Y en todo este círculo de prisas, idas, venidas, vueltas sin retorno… el ser humano se hace cada vez más pequeño, más insignificante, menos valioso, y no me refiero ya al valor de las posesiones materiales que cada cual atesore. No, ni tan siquiera las intelectuales comienzan a mantener el valor, nos quieren hacer creer que ya no son precisas, que todo lo que se ignora se puede encontrar en la Red. Solo se necesita conocer los mecanismos. El cerebro se pretende convertir en un sumiso objeto que busca, pero que no reflexiona ni extrae consecuencias, solo datos que de forma efímera serán utilizados para resolver la situación. Después, a dormir mientras se entra en una especie de vigilia que solo admite comunicaciones vía mensajes de cortas frases o ladrillos lacerantes o chistes virales.
Es un camino en el que poco a poco nos vamos sumergiendo en un mar de formol que nos mantiene en cuerpo, pero que se va apoderando de las almas. Los sentidos van sirviendo a los nuevos señores de esta civilización que está entregando su legado a eso que llaman nube, y de la que esperamos manantiales que sustituyan a nuestras capacidades de pensamiento, de decisión, de crítica, de la palabra hablada frente a frente, de confrontación de ideas. No, ese es un camino que cada vez está más cerrado, que está siendo absorbido por las lianas de la informática, y siendo esta una aliada maravillosa para tantas cosas estamos permitiendo que penetre en las partas más íntimas donde jamás debiera siquiera asomar, en la decisión humana, en la conducta, en el valor de la relación entre unos y otros de forma directa. Es absurdo cómo se está huyendo ya incluso de la propia comunicación oral vía teléfono; se dice que se escribe, se dice que se cuenta, se dice que se transmite. En realidad se está generando una dependencia al botón táctil que hará desaparecer a poco que nos descuidemos la comunicación de la voz, que reconvertirá la propia escritura, que hará que la compañía más deseada sea la de un teclado y una pantalla para invertir un tiempo que se nos escapa entre los dedos. Vaya por delante el valor de las comunicaciones informáticas, pero vaya más por delante aún el valor de la comunicación personal sin artilugios de por medio, solo el sonido de esa voz que nos susurra al oído y la mirada de esos ojos que nos atienden o a los que nos dirigimos.