Conformamos un país en el que acabamos con los vivos para adorarlos como muertos. Eche un vistazo y estará conmigo en que no hay vivo que se escape del golpe, cuando no de apaleamientos, y quien destaca lo más mínimo se lleva la mayor parte. Hay que rasar la medida, la vulgaridad tira hacia abajo y cercena por arriba. Después llega el ungüento, y cuando el sujeto se funde con la madre tierra gana el momento de su adoración, una vez que su cuerpo desaparece y su mente deja de brillar. No es un tópico, y solo marchándose fuera del colectivo es posible que pueda vindicarse en sus capacidades. Ejemplos los hay, aunque no en la abundancia que podría, porque la mayoría opta por doblar la espina, o por zambullirse en ese marasmo de la vulgaridad. Al final, lo zafio vence, y las capillitas acaban imponiendo los criterios más obsoletos con el fin de mantener circulitos de poder, en los cuales se fraguan los caminos de los pasos a dar cada jornada. Y esa actitud es la que mantiene a esta sociedad funcionando en claves de siglos trasnochados, en los que el caciquismo era la orden imperante en territorios rurales, dominantes acá; y las élites de herencia gobernaban en ámbitos más amplios. Han llegado las tecnologías, la globalización, el mercado virtual, la sociedad de la información… pero en el sustrato social la genética de las sinergias comunitarias siguen siendo las mismas. Poco ha cambiado. Ahora la inmensa mayoría de la población podría escribir sus propias cartas, leer sus propias comunicaciones sin acudir a curas o letrados, pero esa capacidad se ha angostado y son los poderes quienes deciden y susurran, y son la rumorología y las malas artes las que marcan caminos, y los intereses de unos pocos los que determinan. Acaso sigamos siendo analfabetos funcionales con respecto a nuestras vidas, por muy preparados que estemos, por muy letrados que nos supongamos. Acaso sigan imperando en nuestra mente social los mismos parámetros decimonónicos, e incluso anteriores, dejándonos llevar por voces escondidas tras el enorme poder económico depositado en tan pocas manos que cabrían en un bolsillo, contenedor de sus intereses. Mientras, aquellos que se muevan fuera de órbita serán llamados a doblegar su espíritu, a acallarlo, o en cualquier caso a exiliarse, aunque sea mentalmente. De lo contrario, siempre existirá alguien con el poder de golpear, y otros muchos con las ganas de jalear, y la mayoría con la necesidad intrínseca de dudar, cuestionar con un ‘por algo será’ o con un ‘cuando el río suena’. Pero tarde o temprano llegará la muerte, que se encargará de que todos acudan a redimir, a adorar, como al becerro de oro, a quien ya de nada les sirve más que para lavar esa intangible que se llama conciencia social. Y así, seguiremos per secula seculorum hasta que los del más allá transmuten nuestra esencia genética. Mientras, polvo seremos para quedar en la hornacina correspondiente, incluso en vida.