Publicaba IDEAL la historia de dos jóvenes que, necesitados de dinero para proseguir con sus estudios, fueron hasta el Poniente a trabajar, a recoger almendras, y se vieron víctimas de un estafador que se las hizo pasar canutas. Ellos escaparon pronto. La telefonía móvil les ayudó a salir del embrollo en el que se vieron metidos. Hace unos años, en la misma comarca, otro salta balates, esta vez feriante, contrató a un emigrante sudamericano, y con un euro al día y una barra de pan lo tuvo durante unas semanas en unas condiciones lamentables, hasta que el hombre consiguió zafarse de su patrón, llamar por teléfono, y después de una búsqueda por pueblos en fiesta, fue localizado y ‘liberado’ de este personaje, quien no vio el más mínimo asomo de reprimenda.
Gentes hay para todo. Siempre las hubo y siempre las habrá. Es la sociedad la que ha de poner en su sitio a aquellos desaprensivos que se aprovechan de los más desfavorecidos y necesitados, para su único provecho. Lo curioso es cómo a veces esta sociedad responde a estas acciones de algunos de sus miembros. Viendo las redes sociales, los comentarios a estas noticias, las conversaciones existentes, uno se queda un poco perplejo, aunque la capacidad de perplejidad cada vez es menor. La tentación de algunos es la de ridiculizar a las víctimas, la de tratarlos poco menos que de imbéciles, de gentes que no están preparadas para la vida, y luego salen los palmeros, quienes se divierten con estos sucesos, señales inequívocas de que el anonimato es el mejor escondite de los cobardes, cuando no de los mediocres. Es fácil reír cuando se tiene lo básico, incluso entrar a juzgar a quienes por ganarse un duro para subsistir se arriesgan a caer en manos de depredadores. Estos casos son llamativos y dan titulares, pero los hay que han hecho de esta práctica con las personas su modus vivendi. No hay que irse a casos extremos, como estos. A veces los tenemos cerca de nosotros, impolutamente vestidos, con bolsos de mil euros, de esos que frecuentan los espacios exclusivos, y todo ello pagado gracias a la explotación de quienes para ellos trabajan. Los sueldos son tan miserables que la olla de las ganancias se les engorda como si fuesen garbanzos metidos en agua. Al personal bajo su mando no le queda más remedio que tragar con esta situación, pues a lo peor esos pocos euros que cobran son la única forma que tienen para mantener sus mínimos vitales, y callan y trabajan el doble de horas que cobran porque no hay otra cosa en este país en el que la ministra dice que nadie percibe menos del salario mínimo. Ella debe saberlo, que para eso es ministra, digo yo. Mecanismos los hay mil para esta esclavitud, y cada día los inventan nuevos. Mientras, el personal va opinando, o lo que es peor, callando en un silencio cómplice haciendo buenos a quienes practican estas formas de enriquecerse, como siempre hicieron.