Nuestra sociedad, tan moderna ella, se resiste durante estos días a romper las viejas tradiciones, esas que le dan la solera precisa para saber dónde estamos, de dónde venimos y que no tengamos muy claro hacia dónde vamos. Y en el interior de cada una de esas tradiciones pululan los más variados elementos cuyo origen se pierde en la memoria colectiva, pero que la mayoría asume como propios. Comida abundante, abrazos y felicitaciones, deseos llenos de esperanzas, y ahora con la incorporación de las tecnologías las felicitaciones más extravagantes en forma de postales, vídeos, imágenes trucadas…, que hacen las delicias de quienes entretienen su tiempo en verlas, escucharlas y trasmitirlas. Pero quedémonos en la parte culinaria, en esa que llena mesas de comensales, gentes que tal vez no se han hablado durante todo el año, y que acuden presurosos a la llamada fiesta, a costa casi siempre de la persona esclava de la cocina, que se ocupa de comprar, cocinar, preparar mesas y estancias y hasta de calentar y agasajar a quienes, como familia que son, acuden cada año a revisarse, a aguantarse a veces, y a alegrarse las más al comprobar que el tiempo pasa por todos. Ya sé que es una visión un poco caótica, pero lo que se escucha no difiere mucho. Y ahí tenemos a los sobrinos, que fuera de casa parecen despiertos por las hambres más voraces, a los que el silencio y la compostura a veces se les ha olvidado con el último timbrazo del colegio; y a los cuñados, que sin poderse aguantar durante largos meses se ven obligados a servirse vino entre ellos, y a mostrarse los últimos avances tecnológicos de los que piensan que son poseedores; y a esas nuevas incorporaciones a la familia que no se sabe muy bien de dónde han salido, pero que están ahí, calladitos por si acaso; y los abuelos, los más ufanos, los más felices al ver de nuevo que sus raíces han ido creciendo, aunque a veces hayan de cortar conversaciones puntiagudas y restregones que parecen llegar desde los infiernos. Y la abuela, que contempla satisfecha cómo comen todos, a mandíbula batiente, que si no fuesen de la familia pensaría que son auténticos ensorriblones a los que les va a dar algo de tanta carne, marisco, paté, salmón, tanta bebida, que pareciese que llevan esperando sin comer lo que va de mes. Pero ahí están todos, rompiendo los silencios, porque el silencio es el peor enemigo de una cena navideña, señal de que alguien ha mentado a la bicha, de que las espaldas se hielan, de que el personal se hocica hacia el plato o se mira hacia una televisión a la que nadie hacía caso hasta ese momento. Pero pronto alguien rompe la tensión, y todo vuelve a la normalidad, y se rellenan las copas, y se brinda y se recuerda a quienes ya no están. Y se despiden hasta pronto, que será en un año, u, horror, al día siguiente de nuevo.