Juan nació en el pueblo, (Huelma), en su casa, que era donde nacían las criaturas en aquellos tiempos de postguerra. El mote le vino sobreañadido, porque en los pueblos cada cual tiene el suyo, que lo identifica más que los propios apellidos. Hay sagas familiares atadas a sus motes que se pasan de generación en generación, y que lo único que les falta es que se reflejen en el carnet de identidad y en el libro de familia. La imaginación popular es grandiosa, aunque a veces un mote lacera y marca, uniendo con el pasado de forma cruel. No fue este el caso. “Cañón” era un mote fuerte y rimbombante, de solera y tronío. Y murió el buen hombre, en su casa, tranquilo y rodeado de su mujer, de sus hijos y nietos, casi sin hacer un ruido, tal y como vivió. En su espacio y en sus cosas. Juan trabajó toda su vida, en la obra. Maestro de obras, que era como se llamaba a quienes llevaban la responsabilidad de construir con pericia y capacidad. Luego estaban los peones, que, si su destreza y capacidad se lo permitía, llegarían a tal maestría. El yeso y el lápiz, la piqueta y los ladrillos fueron llenando sus quehaceres. Y luego vino el descanso, el de la jubilación, esa que en los pueblos casi no llega nunca del todo, porque siempre hay muchas otras cosas que hacer. Y ayudar a hijos y parientes, y jugar al julepe en el casino. Y dejar que la vida vaya surcando los días como la lluvia surca los campos, esos campos a los que la inmensa mayoría de las gentes de pueblo están ligadas hasta su final, que es el morir, como el de todos, incluso de quienes viven creyendo que a ellos no les tocará nunca. No era el caso el de Cañón, que le vio la sombra a la muerte pocos meses antes, y ya, cuando pensó que de esta se escapaba, lo atrapó con la dulzura que él mereció. Porque la muerte también puede ser dulce, aunque sea injusta. A la postre es lo más certero y seguro que los humanos tenemos. Saber recibirla es de sabios, aunque esa sabiduría nadie nos la enseña en vida, porque los maestros de ella están todos muertos.
Como toda la gente buena, dejó su siembra y sus obras en el mejor de los recuerdos de quienes pudieron y supieron compartir su esencia con él. Pocas palabras, a veces dardos, a veces un suave bálsamo que calmaba al espíritu más dolorido, y una copla si se terciaba alegraba a quienes estaban con el vaso de vino y la tapa en la mesa. Y ahí quedó, en los corazones de sus gentes, en el recuerdo, que a la postre es lo que quedará de cada uno de nosotros cuando la certeza de la vida decida que es llegada la hora de cambiar de sitio, dejando en los espacios terrenales todas las sonrisas, todas las miradas y una mano extendida a quien quiera apretarla.
Magnífico artículo, cercano, hermosamente humano. Me ha llegado al corazón, y entrelazadas con sonrisas, se ha llevado alguna que otra lágrima. No deberíamos soltar jamás esa mano que se nos ofrece cálida, pues no sabemos por cuánto tiempo nos la regalará la vida.