Sube la adrenalina, la emoción se escapa, el sudor se enfría. Los camicaces del volante, cuyas edades les impide ver más allá de sus pupilas, se divierten a tope poniendo los coches a dos ruedas en rotondas y espacios de los que se apoderan en la madrugada del fin de semana. Si usted tiene la mala suerte de cruzarse con uno de estos bólidos pilotado por un defenestrado mental, acompañado por vociferantes secuaces cuyas vidas les importan un pito, podrá comprobar que el valor que le otorgan a la vida ajena es similar al de una colilla, a una bolsa de gusanitos que aún consumen o a una botella que arrojan al pavimento para escuchar su rotura a cien por hora. En la prensa vienen ocupando espacios por sus accidentes, al estrellarse contra una farola, al romper sus coches, sus huesos y sus carnes contra otros coches, al destrozar y aplastar brazos, costillas y piernas en el asfalto. Los dejamos pasar así, hechos cotidianos, parece que al ser jóvenes han de divertirse, y a veces esto trae consecuencias. La cosa cambia cuando es a ti, estimado lector, a quien afecta esta descerebrada forma de divertirse, cuando de pronto aparecen de frente unas luces que se aproximan hasta usted a la velocidad del rayo, obligándolo a frenar y girar el volante en una secuencia infinitesimal pero eterna, y huele la goma quemada del derrape, los frenos arrasados, y oye voces y risas en un espacio sideral que no es el suyo. Cuando recupera el aliento ve cómo se pierde en la oscuridad de la noche la luz de unos pilotos rojos que van dando bandazos por la carretera, en un coche cuyos ocupantes chillan orgullosos por la heroica hazaña realizada: han conseguido pasar a dos ruedas por un espacio en el que venía un coche de frente, con trompo y frenazo en seco. Expertos al volante, bautizados en el supremo avatar de vencer a las leyes de la física. Y con estertores de feria se dirigen hacia el siguiente punto de frenesí, en el que, como una yincana de locura, intentarán de nuevo superar otra prueba más, no de selectividad, ni de inteligencia, ni de habilidad para mejorar la sociedad o mejorarse a sí mismos, no, una prueba de la cual salir indemnes. De nada importan las vidas ajenas, esas que se quedan paralizadas en medio de una carretera, a las que han sorteado milagrosamente, o a las que han provocado un accidente de consecuencias incalculables que ellos desconocerán porque su camino es otro. Para nada hay la menor preocupación por otra cosa que no sea demostrar que su esencia humana es inversa al grado de alcohol que llevan en sangre, o la mente desquiciada y enferma que pilota y la de quienes la calientan como jauría de perros sin más destino que un accidente, más dolor para sus familias, más insensatez para una sociedad que ha de pensar en protegerse de ella misma ante estos fenómenos.