Hay quien piensa que vivirá toda la eternidad, castigo divino. Pero lo cierto es que solo lo hará durante toda su vida, a veces también castigo divino. Y actúa ese personal como si calles, plazas y caminos siempre le quedasen estrechos. Va como embutido en la sociedad, con esa necesidad de manifestar a todos que él está ahí porque no existe otro espacio mayor a su medida, pero que si existiese, sin duda ya estarían en él. Gracias, mil gracias por su presencia es lo que desea recibir cada jornada desde los otros. Y ahí está, perdonando vidas y dando penitencias u otorgando dones a quienes lo loan sin mesura. Y castigando con fiereza a los que no lo adoran. Cuando le llega el final de su eternidad, que los otros conocemos como vida, ellos, y él también, si pudiese adoctrinaría desde sus cenizas, o huesos y carnes muertas. Pero ya nadie lo escuchará. Los otros, en gran medida, se sienten aliviados por la descarga de semejante dominio, recoge cada cual lo suyo, si es que ha quedado algo, y a otra cosa, a ser posible a disfrutar de la vida sin esos mandamases dictatoriales y tóxicos que han dirigido la existencia hasta ese preciso instante. Pero ni un minuto más. Y están los cementerios llenos de seres que creían ser eternos, y cuya obra aquí ha quedado sepultada entre un puñado de tierra y unas flores al poco marchitas. Gentes que dedicaron su vida a ser imprescindibles, para ellos mismos, claro es, porque los demás resoplaban apenas se daban media vuelta. Seres que han de dirigir y ordenar, que han de manifestarles a los otros (de nuevo los otros) su evidente superioridad, fruto de un azar que ellos, sin buscarlo, merecieron; que ellos, sin merecerlo, tal vez pasearon por las narices de los demás. Los mejores puestos, viandas y salarios siempre fueron para ellos; los mejores viajes y más cómodos sillones; siempre hubo alguien cerca que les puso el babero para que no se manchasen, y alabó imperturbablemente su sonrisa, lucidez y maldad de los otros (otra vez los otros). Y vivieron y vivieron siempre, cada jornada, acumulando poder, riqueza, oropeles… para su eternidad. Ahora los gusanos que devoran sus carnes no brillan más que los otros gusanos, ni de sus tumbas se desprenden luces de colores. Ni siquiera luces. Si acaso alguna candela entre descoloridas flores de plástico, que alcanza a iluminarlos desde la tumba de al lado, donde, por cierto, puede descansar alguien que ni habrá de soportar a su vecino durante la eternidad, porque aquella eternidad encontró su agujero negro justamente en el instante preciso en el que ese cuerpo (evidentemente malsano) exhaló su último aliento. Y ahí quedaron los dineros y las fincas, y las ansias de mandar y de poder, en esos veintiún gramos que hay quien dice pesa el alma de la mayoría. La de ellos un poquito más, tal vez, quizás veintidós. Y quienes en vida pudieron necesitarlos ya acaso los han olvidado o reposen tranquilos muy cerca.