Lorca ha cumplido sus primeros ciento veinte años. No es solo Granada la que debe estarle agradecida por su literatura, es el mundo más allá de la cultura, de la literatura, pues fue él, y lo sigue siendo, quien fortalece a esta tierra con su obra. Es cierto que los estatutos de la Fundación Nobel recogen que solo se otorgue este reconocimiento a personas vivas, pero pocos autores están más vivos en la memoria colectiva que Federico. No vamos a negar que muchos otros lo merecen, pero Lorca reúne todos los requisitos para encumbrar a esta Fundación. Pilar del Río lo manifestaba la semana pasada al afirmar que no es Lorca quien necesita este galardón. Los muertos no precisan nada más que respeto y honra; es la Academia sueca la que necesita tener entre sus galardonados a Federico, pues después del traspié dado en su entorno ha de dar un paso para restaurar su imagen. Y la figura del poeta de Fuentevaqueros pondría muchas cosas en su sitio. Granada también necesita este premio, para testimoniar definitivamente a su más auténtico hijo, en todos los sentidos, en el nacimiento, en la vida y en su muerte. Él no lo necesita, pero la literatura sí, y dar un paso más en la lucha contra la homofobia, y contra la costumbre de los pueblos que destruyen a los suyos, anteponiendo siempre a quienes llegan desde fuera, que no es solo Granada. Pero el Nobel es mucho más, es el reconocimiento mundial a la capacidad de crear sobre las bases del pueblo, sobre la historia que nos ha traído hasta aquí de boca en boca, aunque el iletrismo haya estado presente, es la labor de reconstrucción y reconocimiento de una cultura que siempre estuvo y creció gracias a personas anónimas que la hicieron formar parte de sus vidas, y dejaron su huella en la palabra que trasmitieron. Y esto no ocurrió solo en Granada. Hacer y elevar la tradición a puro arte, a literatura auténtica, a esa que recoge la conciencia y los defectos de un pueblo, sus creencias y miedos, el presente trasladado que se hace duradero a través de los siglos, y sigue fluyendo por las venas invisibles de las gentes, de aquellos que han roto la tierra, primero con sus lágrimas, luego con su sudor, finalmente con su propia sangre.
Hoy que todo está en la nube, bien le vendría a la Academia sueca volver sus ojos y manos hacia la tierra, y poner las cosas en su sitio, las hierbas y los cantos, los trigos y las hoces, y otorgar a Federico un reconocimiento que la prestigiaría, que la haría bajar de las nubes y acercarse de nuevo al pueblo, a ese pueblo que ha de luchar cada día para sobrevivir, con sus manos y sus verbos. Y a la sueca tal vez le sobren palabras, pero la falta el llanto de aquellos que dan esencia a la vida en cualquier punto del planeta, y Lorca lo tiene entre sus versos, en su obra.