No hace tanto ver corriendo por mitad de las calles a hombres y mujeres un domingo a media mañana podía ser sinónimo de que o estábamos en fiestas o algo malo pasaba. No era normal que el personal se calzase las zapatillas y se tirase al asfalto a hacer kilómetros, y mucho menos en competición. Si acaso, los grandes eventos deportivos llamaban la atención, y unos pocos arrojados eran capaces de participar en una carrera en la que como mucho los dorsales apenas llegaban a las tres cifras.
Pero los tiempos cambian, y de qué manera. Ahora es difícil que llegue un domingo y la policía no deba echar horas extras para cortar el tráfico, y permitir que las gentes en zapatillas corran en búsqueda de una meta que los acoja en una marea de sensaciones más próximas por lo que consiguen para los demás que propias en lo suyo, que también. Y me explico. Ha llegado un tiempo en el que las asociaciones, los entes solidarios y también muchos ayuntamientos, han encontrado en las carreras populares una fuente de ingresos que ayudan a paliar los déficits presupuestarios. En unos casos para impulsar las investigaciones que permitan encontrar soluciones a determinadas enfermedades, por ejemplo, el cáncer; en otras a buscar fondos para luchar contra las enormes lacras sociales, como el hambre. En algunas, para venir a remediar algún presupuesto maltrecho. El caso es que lo que antes era un acontecimiento hoy se ha convertido en una cotidianeidad, y con participantes para todos. Con una media de diez euros por inscripción, los organizadores encuentran un impulso importante a su labor. Pero entiendo más importante aún la visibilidad que alcanzan en esa jornada los objetivos que pretenden, la toma de conciencia social de que esa enfermedad rara existe y precisa de apoyo, de más apoyo, como la Asociación Granadina de la Ataxia de Friedreich, en los Ogíjares. Y unos centenares de personas se ponen a correr, algunas veces en unas condiciones físicas que más reflejan voluntarismo que preparación, o a caminar, en alegres conversaciones por la tranquilidad de que están haciendo algo bueno, con sus camisetas repletas de logos de hoteles, coches, ayuntamientos… que también quieren estar ahí; con sorteos de regalos tan pintorescos como una paletilla, una televisión de cincuenta pulgadas, y bonos para masajes y tratamientos totales, o lotes de licores, como me tocó a mí una vez, que ya, ya (sin más comentarios). El caso es que están ahí, y la gente ya no se vuelve con caras raras cuando ve a personas corriendo por el asfalto central de un pueblo o una ciudad. Al contrario, cada vez aplauden más desde las terrazas de los bares o desde las sombras de las aceras a estos esforzados deportistas que han pagado por correr por solidaridad hacia alguien que los necesita, sin preguntar nada. Y los demás aplauden, o miran sin saber por qué corren o caminan. Tal vez habría que decirles que a lo mejor corren por ti.