Entre las principales acciones de un gobierno municipal debiera estar que todos los habitantes del municipio conocieran su historia, que se identificaran con sus monumentos, que los visitaran, que calles y plazas fueran comunes a todos, que cada cual se moviera por él sabiendo dónde estaba, no solo en su ubicación física, también en sus aconteceres más significativos. Que supieran quienes los caminaron desde los principios, y ante todo que respetaran esos orígenes. Discusiones, asambleas, votaciones, consultas, participación… debieran ir encaminadas hacia la gestión de esa propiedad común que a todos pertenece de cara al presente y su proyección hacia el futuro. Desde el conocimiento todos podrían opinar y, sobre todo, habría un respeto de base, que es el que genera conocer lo que se tiene. Después, habrá unas u otras opciones para diseñar ese futuro de las gentes y de sus pueblos, pero siempre desde algo básico: el respeto a la totalidad y el conocimiento del suelo que se pisa, entendido este como esa historia que a la postre es la que lo define.
Granada está llena de historia, en ella han sucedido aconteceres fundamentales en el devenir del país. Las dudas surgen cuando detectamos actitudes y comportamientos, acciones y palabras de algunas gentes que se mueven por ella. No es que muestren ignorancia por esta comunidad, es que faltan al respeto a su historia. Alguien puede posicionarse o sencillamente dejar pasar la ocasión, y dejar que otros lo hagan y decidan. Cada cual es libre de, apoyándose en el respeto al conjunto, manifestar su postura. Así debe ser. Lo grotesco es que aquellos que a menudo dicen enarbolar las bandera de la libertad o del bien común intenten imponer sus criterios a quienes no piensan como ellos, con la fuerza de la sinrazón que a menudo es dominante cuando otros parámetros diferentes al conocimiento y respeto se aplican sobre un pueblo apoyándose en circunstancias pasajeras o de derechos de casta. Ahí se comienza a romper la unidad que toda comunidad debiera tener en torno a su patrimonio, que va mucho más allá de sus monumentos o riquezas tangibles. Este patrimonio recoge tradiciones, fiestas, costumbres, y también diferencias en razas, creencias y culturas. En esta variedad es donde reside la grandeza de un pueblo si se consigue una convivencia equilibrada, no en sus fuerzas internas sino en el desarrollo de las vidas de quienes las componen, en la libertad de ejercerlas y en el respeto a quienes piensan diferente. Los gobiernos locales deben venir a acrecentar el valor de su comunidad, y al acabar los mandatos la comunidad debe ser más fuerte en sus estructuras internas, y sus miembros, la inmensa mayoría, sentirse felices dentro de ella. Todo lo que sea sembrar disputas, discordias, desequilibrios, no asumir responsabilidades, derivar acciones es tratar a esa comunidad sin respeto, como si la historia no importase, como si el futuro comenzase y acabase en los intereses de quien gobierna.
De acuerdo, somos el territorio que habitamos. Nuestra identidad está anclada a un territorio, y este no es solo geográfico; es como dice Pierre Levi: Planetario, territorial, mercantil y de saber. A los gobiernos les vendría bien promover el hábito de respetar esas construcciones colectivas de conocimeintos que habitamos.