Estamos a punto de entregar la cuchara. No nos damos cuenta de que estamos poniendo nuestra vida en manos de chips y teclados digitales que pitan cuando los tocamos y nos seducen con ese sonido. Es imprescindible estar en permanente comunicación, en un estado de vigilia del que dependemos de forma grosera y cautiva. Partiendo de la base de que las tecnologías nos facilitan, ayudan, han cambiado la vida y están cambiando la forma de relacionarnos, que son elementos maravillosos para medicina, educación, comunicación; que consiguen la inmediatez, igualdad, la que usted quiera, o no, partiendo de todo eso, también lo es que son más adictivas que el tabaco. Y esta adicción no se nota hasta que nos abandonan, hasta que muere sin previo aviso ese móvil en el que teníamos los archivos, fotos, videos, anotaciones, citas, números de teléfono, conversaciones, grupos de guasap que nos van diciendo lo fresca que está la cerveza, que felicidades Juan, con sus caritas y guiños; esos aparatos que nos dicen la temperatura que hace y que mañana no va a llover en Nápoles, y que nos recuerdan que hoy es el cumpleaños de Andrés, que has quedado con Fidel a las ocho. Cuando muere sin previo aviso, que es como mueren los móviles, te sientes desnudo, desamparado, vacío, inútil, echas mano al bolsillo cada tres minutos, pero solo encuentras un cacharro duro e inerme, que no vibra, que no pita, que no hace nada, lo llevas ahí por si acaso resucitara que te pille preparado, yo qué sé, copiar los números al menos a eso que se llama tarjeta SIM, o hacerle algo, pero no responde, estás desconectado del mundo, y además no puedes decir que lo estás porque tu vía de comunicación está fenecida. Pasan las horas, se echa la noche, tu desasosiego crece, esperabas tal llamada, y encima te ha pillado con los comercios cerrados, y la tarjeta no le va al viejo móvil, ese que solo servía para llamar, y que se iba apagando conforme su batería se asfixiaba con el paso de los años, ese cuyos botones eran de goma y se hundían al pulsarlos, que era una vacilada cuando te lo regalaron los de telefónica, no como ahora, que te ofrecen una financiación por un móvil que te cuesta más que un frigorífico de dos metros con triple A. Y aguardas al día siguiente, y por la mañana ha amanecido, hace calor, y la gente sale a la calle, los autobuses pasan y los parados siguen en las colas, y quienes pueden toman chocolate con churros. La vida sigue. Vas a una tienda, dejas el cadáver de tu móvil por si se puede hacer algo, te llevas uno que da llamadas, mensajes y suena con música que no puedes cambiar. Pasan los días, poco a poco te vas desintoxicando, y te llaman, que ya tienes el cadáver de nuevo vivo, lo recoges, lo guardas en un cajón hasta que pase el verano. Después ya se verá.
El problema, obviamente, no es la tecnología, la adición a ella como a cualquier otro objeto, se anida en esa enorme soledad de nosotros mismos que nos impulsa a conectarnos hacia un infinito de posibilidades o, en últimas, de imposibilidades.